Cómo nacen las veredas
Las aceras de Buenos Aires surgieron como una necesidad en los primeros años de la ciudad, cuando las calles eran lodazales y las carretas zigzagueantes golpeaban los frentes de las casas
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Por amor y por trabajo vine a vivir a Buenos Aires de grande. Y una de mis primeras impresiones como platense forastero en esta ciudad fue el asombro por el reducido ancho de algunas de sus veredas, en especial en la zona céntrica. Recuerdo, por caso, cuando trabajaba en Retiro, cómo el 132 pasaba su espejito a centímetros de las cabezas de los peatones, casi que los despeinaba, cuando doblaba en la esquina de Paraguay y San Martín. Una maniobra que, por la precisión requerida entre dos calles tan estrechas, siempre me pareció prodigiosa.
Pero como hace años que no ando por aquella zona y a fin de no quedarme con el mero recuerdo de lo angostas que eran esas veredas, pues la memoria suele traicionar, quise cerciorarme científicamente de sus exiguas dimensiones. Para ello di en internet con un impresionante trabajo realizado para el gobierno de la ciudad por el ingeniero Cristian Moleres. Se trata de un mapa interactivo donde este especialista en transporte volcó los datos oficiales del ancho de todas y cada una de las veredas de la ciudad.
De este modo, es posible acercarse en la pantalla a la calle porteña que queramos –maravillas de la tecnología- para ver la dimensión de sus aceras, entre la fachada y el cordón. Así comprobé que el ancho de ellas en Paraguay y en San Martín, en la zona donde se cruzan, es de apenas dos metros. No recordaba mal. Tomé nota también de que existen otras aceras citadinas más anchas, que llegan, sobre todo en avenidas, a medir hasta seis metros. Como ocurre en buena parte de Boedo, la avenida que da nombre a mi barrio adoptivo.
Pero, ya que estaba en ese tema, decidí prolongar mi curiosidad y me pregunté cómo y cuándo habían surgido las primeras veredas porteñas. Entonces hice un salto cronológico muy hacia el pasado y me fui a fines del siglo XVI, cuando a Juan de Garay, explorador español, se le ocurrió fundar, en un páramo lodoso frente a las costas del río de la Plata, el poblado que bautizó como Ciudad de la Trinidad y Puerto de Santa María del Buen Ayre.
Poco tiempo después de esa modesta fundación, que además era la segunda, Garay ya había planificado la ciudad para su futuro desarrollo. La ideó con dieciséis manzanas por nueve. Uno de los primeros planos que se conocen de “La Trinidad” va así desde las calles que hoy son Independencia hasta Viamonte, en sentido sur a norte y de 25 de mayo-Balcarce a Libertad-Salta, en dirección este a oeste.
El asunto es que, para comienzos del siglo XVII, la aldea naciente, con sus limitaciones, empezaba a tener un trazado decente. Pero sus calles exhibían aún grandes deficiencias. Con la lluvia, se convertían en ciénagas viscosas que obligaban a la gente a guardarse en sus hogares sin poder salir. Y el tránsito, se complicaba.
Por estas arterias primigenias de la Buenos Aires colonial –de unos nueve metros de ancho- circulaban las carretas, que avanzaban con dificultad entre el barro, la basura, los pozos e incluso, a veces, animales muertos. En este estado de cosas, como lo cuenta el historiador Julio Luqui-Lagleyze en el número 114 de la revista Todo es Historia, no era infrecuente que estos vehículos, con sus bamboleos en zig-zag, dieran con las tazas de sus ruedas contra las paredes de las casas y las arruinaran.
Entonces, lo que comenzaron a hacer los vecinos para proteger sus fachadas fue poner postes verticales a una vara de la pared (unos 85 centímetros) y a dos o tres varas de distancia entre sí. Más tarde, al sendero estrecho formado entre la pared y los palos se lo emparejó y rellenó para hacer más fácil la caminata por allí los días de lluvia. En 1627 se ordenó empedrar esos espacios y añadir también pasos de piedra en las esquinas. De esta manera, progresiva pero firme, nacieron, oficialmente, las vereditas de Buenos Aires.
Mucho después llegarían las baldosas. Esas que luego se aflojarían para mojar las botamangas de los porteños con agua mugrienta los días de lluvia, para recordarles, así, cuando todo era barro.