Cómo lidiar con la triste herencia recibida
La gestión del Gobierno para lidiar con la triste herencia recibida se apoya sobre tres premisas: shock, emergencia y un nuevo contrato social. Esto explica los movimientos más importantes que realizó el oficialismo hasta ahora: el fuerte ajuste de cinco puntos del PBI y especialmente el reciente decreto de necesidad y urgencia.
El DNU tiene una dimensión jurídica, otra política y una última institucional. Como primer acto normativo de relevancia de gobierno, está lleno de claroscuros; con más errores que aciertos, y lo que parece una astucia política que marca una línea. Empecemos por lo jurídico. El DNU es un dispositivo de rango constitucional que excepcionalmente permite al Poder Ejecutivo arrogarse facultades legislativas. Deben respetarse dos presupuestos mínimos: necesidad y urgencia. Estamos ante un popurrí de derogaciones normativas que recorre asistemáticamente el espinel del ordenamiento jurídico argentino, con el propósito de instaurar un nuevo ethos, aunque carente de un sistema de pensamiento con la densidad suficiente: es una mirada economicista, cuya primordial bondad sería la desregulación, perdiendo de vista cualquier otro argumento.
Está claro que esa sola razón no justifica el uso del dispositivo, menos con este alcance. Para entender mejor, basta imaginar la elección en el próximo turno presidencial de un gobierno de signo político opuesto, que podría hacer lo propio, estableciendo por medio de un DNU un régimen acorde con sus ideas, sin consensos ni diálogos. Tampoco basta el argumento del shock, con carácter de premura, porque no hay nada que impida al Congreso reunirse y sesionar. Más peligroso es el de la legitimidad del voto, tan efímera como propia de los autoritarismos populistas, de izquierdas y derechas.
Todas razones débiles que andan por los límites del sistema. Estamos ante un DNU constitucionalmente cuestionable, que plantea algo preocupante: la inseguridad jurídica marcada por una norma que deja todo el sistema en tensión y ascuas, al punto de que nadie conoce qué está vigente y que no.
Sigamos con lo institucional. Es ante contextos políticos signados por la intención de cambios drásticos donde el principio de división de poderes adquiere toda su dimensión. Es una oportunidad enorme para la oposición y el Congreso: acá entran a jugar los aspectos procesales del DNU, que exigen su tratamiento por la Comisión Bicameral Permanente y la aceptación expresa por ambas cámaras. Esto es lo que debiera ocurrir y a la brevedad. Es el ámbito parlamentario el propicio para la reconversión el DNU en leyes claras que implementen de manera ordenada el giro copernicano que impulsa el Gobierno.
Finalmente lo político. Es un movimiento cargado de astucia porque marca la agenda con una ventaja propia del DNU: sus disposiciones entran en vigor mientras ambas cámaras no se expresen en contrario. Como se ve, es un modo de avanzar haciendo poco caso del método y puro hincapié en qué hay que hacer, al mejor estilo “el fin justifica los medios”. El orden lógico era el inverso: enviar proyectos de ley y solo ante la demora recurrir al DNU.
El ajuste fiscal heterodoxo y el DNU dejan ver el talón de Aquiles del Gobierno: mucho de improvisación y escasa representación parlamentaria. No debiera ser óbice para que los cambios que requiere el país se realicen respetando las formas institucionales. Por eso es el turno del Congreso. El continente es tan importante como el contenido si queremos un país serio.