Cómo la muerte de Rubén Darío provocó un boom sensacionalista
El periodista Francisco Huezo documentó los últimos días de vida del escritor, una verdadera estrella de su tiempo: como tal, las fotos y los dibujos de Darío en su lecho de muerte causaron furor en el público; miles acompañaron su cortejo en Nicaragua
"Está pálido, delgado, exangüe. Tiene la piel transparente. Presenta el aspecto de un hombre de 60 años. Su abdomen está abultado, hinchado. La mirada es dormida, el párpado caído, un párpado pesado, grueso", escribe Francisco Huezo, periodista y amigo de Rubén Darío, quien se dedicó a visitar y a registrar a modo de crónica los últimos días de vida del poeta. Este testimonio resulta de gran valor ya que recoge la opinión no solo de los familiares y médicos, sino del mismísimo Darío antes de que perdiera la cordura y cayera en cuadros de euforia y delirio.
Viajero incansable, Rubén Darío abandona Europa tras el estallido de la Primera Guerra Mundial. Recala en los Estados Unidos y a fines de 1915, a causa de su salud tan deteriorada, decide regresar a Managua, donde es recibido por su mujer, Rosario Murillo, a quien había abandonado muchos años antes. En una cómoda residencia relee a Henrik Ibsen, a quien le había dedicado uno de los retratos en Los raros y recibe las visitas de sus amigos. En estos últimos días, el autor realiza un testamento verbal, donde deja algunos textos inéditos y la casa que había pertenecido a su madre, Bernarda, a su primer hijo, Rubén Darío Sánchez.
Sin embargo, Darío debe trasladarse a León (a 100 kilómetros de Managua), donde reside "el sabio" –tal como él lo llama– doctor Luis Debayle, secundado por el doctor Escolástico Lora, quienes desde el 7 de enero de 1916 le realizan varias intervenciones. En León las comodidades no son demasiadas y su salud comienza una estrepitosa debacle. Las 42 horas previas a su muerte permanece inconsciente. Darío lleva en su pecho la cruz que le había regalado Amado Nervo y un reloj de bolsillo de marca Ingersoll, que marca las 10.15 como hora de su muerte, el día 6 de febrero.
Mientras Darío agonizaba, un dibujante llamado Octavio Torrealba realiza algunas ilustraciones sobre el poeta en su lecho y luego, tras la muerte, otra más. Además, el artista José López confecciona una mascarilla de yeso para obtener el molde del rostro de Darío. Horas después de su muerte, se le realiza la autopsia y se procede a su embalsamiento. Todos sus órganos quedan apartados para mayor estudio, con excepción de su cerebro, que será extraído luego de su velatorio. Se lleva a cabo una capilla ardiente donde Darío es velado durante dos días, custodiado por un cuerpo de cien estudiantes de luto. Los medios inmersos en un sensacionalismo necrológico buscan obtener una fotografía del cadáver, pero lo que serán realmente disputadas son las ilustraciones de Torrealba. El cuerpo recibe sepultura en el cementerio de Guadalupe, donde es enterrado junto al de su tía Bernarda, quien crió a Darío. Sin embargo, el poeta no descansará en paz y una disputa se iniciará en torno a su cerebro.