Como la matrix, la casta está en todos lados
Era una familia más o menos normal, más o menos como todas, con sus penas y sus alegrías. También, cómo no, con sus disputas. Algo inevitable cuando conviven con estrecheces un padre, una madre y seis hermanos. Por esa misma falta de recursos, terminado el colegio los cuatro hermanos mayores buscaron empleo. Cuando no lo conseguían, se apuntaban a changas para contribuir al fondo común que sostenía la economía de la casa. Los González vivían con lo justo. Pero cada año, cuando llegaba el verano, invertían lo poco que podían ahorrar en el alquiler de una casa sencilla frente al mar. Allí olvidaban los sinsabores de una existencia sacrificada y llena de carencias que esperaban dejar atrás a fuerza de trabajo y perseverancia. Si ese día no llegaba nunca, al menos se daban el gusto de vivir, durante dos semanas plenas de sol, sal y arena, el sueño de la familia feliz.
Sin embargo, fue allí donde una mañana, en la mesa del desayuno, los hermanos menores advirtieron los relojes de lujo que los dos mayores llevaban en sus muñecas. Grandes, vistosos, llenos de agujas de diferentes tamaños. ¿De dónde habían sacado la plata para comprar semejantes joyas? No pudieron explicarlo y fue el principio del fin. En las semanas siguientes, ya de vuelta en casa, los hermanos descubrieron que los dos mayores tenían un auto de alta gama cada uno y una residencia en otro barrio donde se daban todos los gustos: habían acumulado allí todo lo que faltaba en la casa familiar. Reunieron evidencias y se las presentaron al padre, seguros de que restablecería la justicia en el seno de la familia y les daría a los dos mayores un justo castigo por haberse comprado otra vida con dinero robado del fondo común. No fue así. El padre les dijo que estaban equivocados.
–Hablé con ellos –les dijo–. Todo eso no les pertenece. Es de sus patrones y ellos solo lo administran.
Los hermanos pusieron sobre la mesa fotos de los otros dos en pleno acto de pillaje, las manos dentro de la caja a la que solo tenía acceso el padre. Cuando uno de ellos descubrió, en el fondo del ropero del padre, un reloj de lujo igual al que llevaban en sus muñecas los dos mayores aquel verano, los cuatro se reunieron con su madre, que con estas palabras les terminó de abrir los ojos:
–Hemos sido engañados durante demasiado tiempo. Y ahora no hay a quien acudir. Pero así no podemos seguir.
–¿Entonces qué hacemos? –preguntó el menor.
–No lo sé –dijo la madre–. Pero la familia se quebró. Ya no podemos volver a casa. La hemos perdido.
¿A dónde ir, entonces? ¿Dónde pasar la noche? ¿Cuál es el camino para restablecer la justicia cuando la autoridad encargada de impartirla cierra los ojos ante la evidencia y en lugar de defender a los despojados defiende a los ladrones? ¿Qué hacer cuando ya no quedan dudas de que aquellos que deberían cuidarte y velar por tus derechos son y han sido parte del mal que te ha dañado?
Así estamos. Sin saber qué hacer. Parece no haber salida. La casta es como la matrix: está en todos lados. La coima es aporte de campaña, nos dicen. El sol sale de noche, nos dicen, y esperan que lo aceptemos. La Cámara de Casación (sala de Mahiques, Barroetaveña y Petrone) obvió lo obvio: el registro del saqueo desplegado en ocho cuadernos implacables, tan detallados que los miembros de la casta implicados, ante las pruebas, acabaron confesándolo todo para acogerse a la figura del arrepentido. Solo así, cerrando los ojos, la Cámara pudo abrir la puerta de escape hacia el fuero electoral que ofreció la jueza María Servini de Cubría. Por allí pasa ahora Ángelo Calcaterra, primo de Mauricio Macri, que entre 2013 y 2015 entregó 16 bolsos llenos de dólares mientras el gobierno de Cristina Kirchner daba obra pública a su empresa. Después de él tratarán de pasar por ella, para esquivar la pena, decenas de empresarios implicados en una causa que, con 161 imputados, es la radiografía más rigurosa del mal que nos aqueja. Pero el sol sale de noche y somos una gran familia.
La alquimia de convertir una coima en un aporte de campaña la inspiró el actual ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona, cuando consiguió que Hugo Eurnekian, entonces su defendido, dejara la causa Cuadernos y pasara a los brazos de Servini de Cubría bajo este argumento. Hugo es sobrino de Eduardo Eurnekian, ex empleador del Presidente. Hoy Javier Milei y su ministro (que fue también defensor del excaudillo tucumano José Alperovich, condenado a 16 años de prisión por abuso sexual) impulsan a Ariel Lijo como candidato a la Corte Suprema, a pesar de que el juez ha sido acusado de manejar los tiempos del proceso para beneficiar a los corruptos, por decir lo menos. La casta es como la matrix y está en todos lados. Incluso en el Gobierno.
Allí están, la madre y sus cuatro hijos, sin saber qué hacer. Pero no está todo dicho. Acaso la madre recuerde la autoridad que le corresponde y reclame, para desgracia de los corruptos, sus derechos sobre la casa en la que han vivido hasta ahora. En nombre de sus hijos honestos. Es eso o la intemperie.