Cómo evitar un nuevo fracaso
Hace algún tiempo, Rodolfo Terragno planteó el peligro de lo que denominó la "anarquía del año 15", un futuro de inestabilidad social producto de un período de vacas flacas que llevaría rápidamente al desencanto de la población y a la impopularidad del gobierno surgido de las próximas elecciones.
No se trata de un escenario improbable, pero tampoco es inevitable.
La Argentina vive una situación de empate hegemónico, para utilizar la vieja tesis de Juan Carlos Portantiero. Una profunda grieta divide en dos a la sociedad. Como claramente lo planteó un spot electoral, los argentinos parecemos vivir en dos países distintos: Argen y Tina. Unos creen estar en el paraíso; otros, en el infierno. Unos ven como positivo todo lo hecho por el Gobierno; los otros consideran criticable todo lo que lleva a cabo. Unos piensan que cualquier rectificación implica una claudicación; los otros creen que todo debe rectificarse. Cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para obstaculizar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas suficientes para dirigir el país como le agradaría.
Esto no es totalmente nuevo. La tesis de Portantiero fue formulada hace casi 50 años en circunstancias parecidas. La falta de consenso sobre valores, instituciones y objetivos dio como resultado la agudización de los conflictos, la inestabilidad política y social y la lenta evolución económica que culminó con la profunda crisis política, económica y social de diciembre de 2001.
La ausencia de un proyecto capaz de aglutinar la voluntad nacional en pos de determinados objetivos compartidos por la mayoría llevó a marchas y contramarchas, a implementar programas beneficiosos sólo para algunos sectores en detrimento de otros cuando no a experimentos sólo concebibles en mentes febriles o impregnadas del más absoluto dogmatismo.
Como resultado, nuestra sociedad ha tendido a fragmentarse en grupos discrepantes, cuyas fuerzas de opinión tienden a anularse recíprocamente. Cuando una sociedad carece de acuerdos básicos compartidos, corre el peligro de caer en el caos. Si bien es cierto que la mayoría de los países tiene un ciclo político de raíz económica, donde a una fase que acentúa la acumulación sucede una con énfasis en la distribución del ingreso, en pocos casos se da una oscilación tan acentuada del péndulo de un extremo al otro como en la Argentina.
Para superar la lógica de confrontación es menester aglutinar la voluntad nacional en torno a un proyecto estratégico compartido por la gran mayoría de la sociedad. Debe evitarse caer en el error de creer que se trata de hacer todo lo inverso de lo realizado en la última década, de pensar que se trata de llevar el péndulo al extremo opuesto. Ello es inviable cuando un 50% de la población piensa todo lo contrario.
El punto de partida debe ser el reconocimiento por parte de la oposición de los aciertos del período iniciado en 2003 -la Asignación Universal por Hijo, la baja del desempleo, la recuperación del poder adquisitivo del salario real y de las jubilaciones, la ley de matrimonio igualitario, la ley de trata de personas, la jerarquización de los sueldos de docentes universitarios y científicos- y asumirlos como objetivos propios a mantener en el futuro.
Por su parte, los sucesores del actual oficialismo -estén en el Gobierno o en la oposición- deberían comenzar por aceptar que el Gobierno ha cometido gruesos errores -el Indec, el cepo cambiario, la política energética y de transportes, el escalofriante déficit fiscal- que requieren una urgente rectificación. A partir de aquí debe avanzarse gradualmente con la reforma económica, concretar éxitos parciales, de modo de mantener y ampliar el consenso inicial.
El cambio de expectativas operará de inmediato dinamizando la inversión. La puesta en marcha de nuevas empresas o la ampliación de las existentes dejará de ser una noticia para la tapa de los diarios y pasará a ser un acontecimiento normal y corriente. Así se crearán nuevas fuentes de trabajo y se irá absorbiendo la mano de obra hoy ocupada en el sector informal de la economía o que integra la desocupación abierta o disfrazada con un empleo público o planes sociales.
Un objetivo central deberá ser la baja de la inflación. Ello requerirá sustituir el impuesto inflacionario por tributos explícitos. No es coherente reclamar la baja de la inflación y al mismo tiempo pregonar una reducción impositiva. No al menos en el corto plazo. Tampoco es coherente pedir la eliminación del cepo cambiario y simultáneamente una baja de retenciones. La liberación del tipo de cambio deberá ir acompañada de mayores y no menores retenciones para neutralizar el efecto de la devaluación sobre el precio de los bienes de consumo. No es simpático decirlo, pero esto es lo que dicta la dura lógica de la economía.
La ciudadanía debe estar prevenida: lo que se requerirá será un esfuerzo fenomenal para poner al país finalmente en marcha. Y de ese esfuerzo deberán participar todos los sectores, en primer lugar los que están convencidos de su necesidad. Hay que evitar un nuevo fracaso que precipitaría el regreso a un modelo seductor para muchos, pero absolutamente inviable a largo plazo. Lo que está en juego es demasiado importante: es el destino del país como nación.
El autor es economista, autor del libro ¡Basta de fracasos!