Como en el tiempo de los caudillos
Por Pacho O´Donnell Para LA NACION
En los días que corren, asistimos, bajo la apariencia de una polémica "campo versus Gobierno", a una renovada disputa entre los intereses provinciales y los del gobierno central por la disponibilidad de los fondos recaudados por impuestos y retenciones. Polémica que se arrastra desde los tiempos de la colonia y que continuaría después de la Revolución de Mayo, cuando la provincia de Buenos Aires pretendió tener derechos para apropiarse de los únicos ingresos significativos de las Provincias Unidas: los de la aduana y el puerto.
Luego de constituida la Nación, en 1853, la codicia se desplazó a los gobiernos nacionales, no casualmente residentes junto al río.
En los tiempos que siguieron a Mayo, muchos factores se oponían a que el interior del país compartiera las opiniones y los proyectos políticos de los "notables" de Buenos Aires. Estos concebían la independencia de España como un movimiento nacional al que debía integrarse la totalidad de los pueblos, pero conservando el puerto su tradicional situación de cabeza del Estado, con el pretexto de impedir su disgregación, pero con el objetivo más realista de no perder las suculentas rentas de la aduana y de los derechos portuarios.
Predominaba en la dirigencia porteña la concepción de que las provincias estaban habitadas por bárbaros cuyo principal aporte era la integración de los ejércitos, pero a los que se negaba en la práctica toda capacidad estratégica o intelectual. Un anciano y exiliado José Gervasio de Artigas confesaría a José María Paz en 1848: "Yo no hice otra cosa que responder con la guerra a los manejos tenebrosos del Directorio y a la guerra que él me hacía por considerarme enemigo del centralismo, el cual sólo distaba un paso entonces del orden hispánico. Tomando por modelo a los Estados Unidos, yo quería la autonomía de las provincias, dándole a cada Estado su gobierno propio, su constitución, su bandera y el derecho de elegir sus representantes, sus jueces y sus gobernadores, entre los ciudadanos naturales de cada Estado. [ ] Pero los Pueyrredones y sus acólitos querían hacer de Buenos Aires una nueva Roma imperial, mandando sus procónsules a gobernar a las provincias militarmente y a despojarlas de toda representación política".
En consecuencia, para muchos que comenzaron a identificarse como unitarios la idea de la construcción del concepto de nación y la necesaria eficiencia revolucionaria para consolidarla estaban unidas a la "inevitabilidad" del poder político centralizado en una casta de porteños de posibles y aquellos a quienes reconocían como sus asociados del interior. La oposición a esta actitud, perjudicial para los intereses de las provincias, se plasmó en una tendencia política y, poco a poco, en una serie de principios que constituyeron el federalismo, o doctrina de los Estados libres en una organización nacional no centralizada políticamente.
El caudillo era alguien investido de poder y prestigio por los suyos, que reconocían en él a un líder surgido naturalmente y capaz de conducirlos eficazmente en la lucha por intereses o principios que compartían. Nuestra historia, plasmada por los unitarios, vencedores en la guerra civil en la que los caudillos fueron derrotados, los condenó al sótano de sus "malditos", los pintó como bárbaros, crueles e ignorantes, y los castigó en la memoria colectiva de argentinas y argentinos por su oposición a los "civilizados", en la disyuntiva planteada por Sarmiento. Pero lo cierto fue que su barbarie no sería mayor que la de sus enemigos. En algunos casos serían insólitamente humanitarios en tiempos despiadados, como al haber conservado la vida de su principal enemigo, el jefe de la Liga Unitaria, José María Paz, luego de caer prisionero de Estanislao López, quien lo envió a Buenos Aires para que Rosas decidiera sobre su suerte.
Es cierto que algunos caudillos no brillaron por su formación cultural. Tal el caso del entrerriano Francisco Ramírez, quien quizá por eso mismo hizo de la educación una de sus grandes preocupaciones como gobernante. El santiagueño Felipe Ibarra fue un patriota que se destacó en las guerras independentistas. Otros, como el cordobés Juan Bautista Bustos y el tucumano Alejandro Heredia, eran militares de carrera; el segundo, además, graduado en leyes. La correspondencia del riojano Juan Facundo Quiroga revela un espíritu sutil y una redacción refinada. El santafecino Estanislao López estaba lejos de tener una inteligencia tosca. Se propuso organizar institucionalmente su Estado y promovió en 1819 la sanción de una constitución provincial decididamente democrática y federal.
Los caudillos no fueron ángeles ni diablos. Fueron personalidades capaces de encarnar el signo de su época: la oposición a veces más o menos organizada, habitualmente anárquica, de algunas provincias contra la obsesión porteña de privar a los pueblos del interior de alguna participación en los beneficios del puerto y su aduana. También la de enviar ejércitos que los sometieran, entronizar a príncipes extranjeros, dictar reglamentos y constituciones cuyo objetivo era acerar el privilegio de Buenos Aires y ser indiferentes al perjuicio que el libre comercio y la introducción sin recargos de mercadería industrializada en países europeos producía en las rústicas economías del interior.
Se ha criticado a los caudillos por haber sido, según la historia escrita por sus vencedores, partidarios del atraso. Es que para ellos y sus seguidores, el "progreso" estaba inevitablemente asociado a beneficios para Buenos Aires y postergación para las provincias. En cifras, este panorama demográfico era el siguiente: en 1819, la provincia de Buenos Aires tenía 125.000 habitantes, Córdoba 75.000, Santiago 60.000 y Salta 50.000. Pero donde la desproporción se tornaba evidente era en materia económica: en 1824, los ingresos fiscales de Buenos Aires fueron de $ 2.596.000, de los cuales provenían de la aduana $ 2.033.000. En cambio, Córdoba, la segunda provincia argentina, tenía ese mismo año ingresos por $ 70.200, de los cuales su aduana proveía $ 33.438. Para San Juan, las cifras eran de $ 20.000 y $ 3800, respectivamente, y Tucumán recaudaba $ 22.115, que sólo cubrían el 66% de sus gastos.
Eran éstas las circunstancias que indignaban a aquel digno caudillo tardío, Felipe Varela, en 1867: "La nación argentina goza de una renta de diez millones de duros, que producen las provincias con el sudor de su frente. Y, sin embargo, desde la época en que el gobierno libre se organizó en el país, Buenos Aires, a título de Capital, es la provincia única que ha gozado del enorme producto del país entero, mientras que a los demás pueblos, pobres y arruinados, se hacía imposible el buen quicio de las administraciones provinciales por la falta de recursos".
No han cambiado demasiado las cosas desde entonces, y en los días que corren el conflicto entre los intereses centralistas y los provinciales están dramáticamente a la vista.