Cómo crear de a poco un nuevo orden sin tocar la Constitución
Para deslizar el sistema político hacia alguna clase de autocracia, para carcomer con paciencia los pilares de la democracia liberal, no hacen falta los dos tercios del Senado
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Curiosa paradoja: muchas democracias, entre ellas la nuestra, crecieron venerando a un rey. El rey era el hoy jubilado (y desprestigiado) Juan Carlos I, quien hace 40 años, poco antes de que Alfonsín iniciara el ciclo más duradero de la democracia argentina, se puso al hombro la incipiente democracia posfranquista la noche en la que un teniente coronel de la Guardia Civil española asaltó el Congreso, con doscientos subordinados, con el propósito de abortar la transición, a los tiros.
¡Qué tiempos! Los golpes tenían aspecto de golpes y la democracia no parecía, era una ilusión inmaculada, a la que solo militares, a lo sumo policías, ultrajarían. Si triunfaban, claro. Por la brutalidad de la escena y gracias a la fulminante intervención monárquica, el Tejerazo marcó toda una época para Hispanoamérica. Pero el siguiente asalto resonante a un Congreso abrió otra fase muy diferente. Esta vez irrumpieron civiles armados, malos perdedores de elecciones, conspiranoicos delirantes, ultraderechistas fanáticos. Quien gobernaba no era precisamente la reencarnación de Thomas Jefferson, sino Donald Trump, gran abrasivo institucional, el mismísimo inspirador del asalto. Ya no se trataba de un país que venía de cuatro décadas de dictadura fascista. Pasaba en el pretendido faro democrático liberal de Occidente.
“Antes las democracias morían a manos de militares, hoy el colapso es más sutil, mueren con gobiernos elegidos bajo una fachada creíble”, ha dicho Steven Levitsky, profesor de la Universidad de Harvard, coautor, con Daniel Ziblatt, de Cómo mueren las democracias. Es un proceso lento, según Levitsky. “A veces los ciudadanos no se dan cuenta de que están perdiendo la democracia porque hay un gobierno elegido, no hay tanques, no hay juntas militares”.
Así las cosas, sentirnos protegidos por nuestra ley de defensa de la democracia, que data de 1984, sería como esperar seguridad urbana renovando en la ventanilla del auto la calcomanía que dice no tengo pasacassette. Esa ley condena con el castigo ejemplar de 25 años de prisión (pena agravada si se trata de militares) a quienes se alcen en armas contra la Constitución con el fin de cambiar de modo permanente el sistema político. En su médula la ley quizás esté obsoleta, no porque ya no haya quien quiera ir contra la democracia (o ajustarla a su paladar autocrático), sino porque el biotipo de atacante cambió: ahora es de la casa. Avanza centímetro por centímetro.
Y gobierna. Vaya diferencia. No es el gobierno la meta, es la perpetuación. El sanitizador del sistema desconcierta porque dice democracia cada dos palabras como si la estuviera por exorcizar. Hay que democratizar los medios, democratizar la Justicia, democratizar la salud. Incluso democratizar la educación, se exclamó con furia hace poco cuando el distrito opulento insistía en desobedecer la orden presidencial de dejar cerradas las escuelas. Sueña, o dice soñar, con “un nuevo orden”. En alemán, Neuordnung. Habría que recomendarles a los enamorados de esta expresión que tras visitar alguna biblioteca la eviten, a menos que no les importe el origen.
Promotor infatigable de esa democracia idílica en la que el pueblo alcanzará la salvación y se hundirá en el fango la malvada oligarquía, el kirchnerismo ha demostrado ser el capitán del barco peronista, un barco sin motines desde que la receta de la unidad con líder autososlayada tuvo como premio la vuelta al poder.
El Frente de Todos cuenta con un respaldo originario del 48% del electorado, que le permitió tener en estos dos años el 46% de los diputados y el 57% de los senadores. En Diputados, con sus 119 bancas, no llega al quorum propio (129), mientras que en el Senado, con 41 bancas propias, está por encima del quorum (37). ¿En qué medida un triunfo electoral oficialista aceleraría el plan “vamos por todo” o como la reformulación del sistema político se llame? Y viceversa, ¿cuánto inhibiría una derrota las ambiciones presuntamente totalitarias nunca bien explicadas?
Primero veamos las cuentas. En términos de saltos de categoría parlamentaria no habría cambios sustanciales. Una muy buena elección en los próximos comicios tal vez le permitiría al oficialismo conseguir el quorum propio en Diputados (ahora lo alcanza con aliados), pero en el Senado no se le asignan chances de llegar a los dos tercios (solo ocho provincias eligen senadores, entre ellas tres opositoras).
La perspectiva de que el Gobierno se hamaque entre la primera minoría y la mayoría absoluta pero no alcance el trofeo de los dos tercios seguramente tranquilice espíritus republicanos alarmados. Los dos tercios son una fuerza mayúscula que se asocia temerariamente con un poder voraz, más tentado de destruir el propio sistema gracias al cual esa fuerza existe.
Pero conviene moderar el optimismo. República matrimonial en su origen, el kirchnerismo no desarrolla movidas avasalladoras echando mano a reglas de juego previsibles ni al derecho consuetudinario, sino según el modelo de la democracia antinómica de Perón y las recetas enrevesadas del setentismo combativo. Es cierto que para hacer una nueva Constitución, como le gustaría a Cristina Kirchner, se requieren dos tercios, y que entonces no podrá hacerla (ya bastante le está costando rebajar de dos tercios a mayoría absoluta la digitación del procurador). Pero eso no significa que las diagonales que anidan en su cabeza, como ya se vio, no ideen atajos inesperados. Para deslizar de a poco el sistema político hacia alguna clase de autocracia singular, para carcomer con paciencia los pilares de la democracia liberal –elecciones periódicas, congreso plural, Justicia independiente, prensa libre–, hace falta imaginación maquiavélica, y eso en el kirchnerismo, experto profanador de causas nobles, sobra. Viene de recordarlo la disparatada ley que obliga a contratar 50% de mujeres en los medios de comunicación y que pretende imponer que en ellos se hable y se escriba con la e. O con la equis, no se sabe. Es decir con el lenguaje inclusivo que incluye a quienes creen en una Sierra Maestra gramatical y al presidente Fernández, presto a distinguir sujetos de sujetas cuando la tiene a la vice al lado.
A los incumplidores (o a quienes sin dificultad se tache de incumplidores) el Estado no les dará el “certificado de equidad de género”, un boletín de buena conducta que condiciona la pauta publicitaria oficial. La autoridad de control no está especificada en la ley, porque ¡van a crear una nueva! El Enacom (Ente Nacional de Comunicaciones), autárquico, no les gusta. Ahí tienen opositores.
Se trata ni más ni menos que del control de medios segunda temporada, engarzado en la causa políticamente correcta de la hora. El texto (aprobado con votos oficialistas y de aliados) es desopilante. Entre otras cosas dispone “respetar y promover el pluralismo político, religioso, social, cultural, lingüístico…”. ¿Cómo hace un medio de comunicación forzado por el Estado a usar lenguaje inclusivo para respetar a la vez el pluralismo lingüístico? Misión ardua: si el controlador oficial considera que el medio discrimina (porque en su planta no tiene suficientes mujeres, suficientes personas trans o suficientes noticias dichas con e), ¿qué le hace? Lo discrimina. Le quita la publicidad oficial.
Cálquese esta gragea de ortopedia autoritaria a los asuntos judiciales y se tendrá un adelanto del plan “Cómo crear de a poco un nuevo orden sin tocar la Constitución”.