Como construir gobernabilidad en un sistema político fragmentado
Aunque el triple empate de las PASO no quede del todo convalidado en las elecciones generales de octubre, el balance de poder emergente constituirá un enorme desafío para construir una coalición de gobierno que garantice un piso mínimo de gobernabilidad. Es altamente probable que ninguno de los potenciales presidentes cuente con grandes mayorías propias en el Congreso. Más aún, un hipotético triunfo le permitiría a Javier Milei disponer de un poco más del 10% de las bancas del Senado y aproximadamente un 15% en Diputados. Aunque parezca ciencia ficción, tampoco se descarta que el líder libertario acceda a la presidencia de la Nación sin gobernadores de su partido.
La cuestión de la gobernabilidad es clave incluso en el caso de una victoria de Patricia Bullrich o de Sergio Massa, que tendría mucho más peso relativo en términos institucionales y territoriales, ya que el mapa político mostraría una enorme diversidad de fuerzas y, en especial, porque existen grandes chances de que los derrotados experimenten un inevitable proceso de fragmentación, con el consiguiente reacomodamiento interno, incluyendo los típicos giros pragmáticos de líderes políticos y sociales que buscarán formar parte de la nueva coalición de gobierno (los que “acuden presurosos en auxilio del ganador”).
En cualquier contexto, esta dinámica de “tercios”, aun siendo imperfectos, constituye un reto de gobernabilidad incluso en sistemas parlamentarios, muchísimo más flexibles a la hora de formar coaliciones y tendientes a conformar culturas políticas proclives a los acuerdos o “compromisos” entre fuerzas políticas e incluso corporaciones sociales, como muestra la experiencia de posguerra en el Reino Unido (con conservadores, laboristas y liberales democráticos) y a partir de la década de 1980 en Alemania (con demócratas cristianos, socialdemócratas y ecologistas). Pero se torna más delicado en sistemas presidencialistas, en los que los incentivos a la cooperación entre fuerzas antagónicas son menores y existe una tendencia a acumular poder e iniciativas en el Ejecutivo aunque sea minoritario, lo que deriva en procesos de debilitamiento severos, bloqueos de la agenda de gobierno, agudización de los conflictos sociales y hasta episodios de violencia e inestabilidad.
En este sentido, tenemos mucho para aprender de la historia política chilena, en particular entre la década de 1930 y 1973, una época protagonizada por el Partido Nacional (de derecha), el Partido Radical y luego la Democracia Cristiana (de centro y distintas expresiones de izquierda), así como de la experiencia mexicana entre finales de la década de 1980, cuando el PRI (Partido Revolucionario Institucional) comenzó a ceder poder primero al PAN (Partido de Acción Nacional) y luego al PRD (Partido de la Revolución Democrática), y el cierre de 2018, momento en que llegó a la presidencia de esa federación Andrés Manuel López Obrador con su Morena (Movimiento de Regeneración Nacional).
La gobernabilidad se posiciona como la preocupación central considerando la profunda crisis económica que vive la Argentina y la necesidad de implementar tanto un plan de estabilización como, en paralelo y de forma complementaria, un agresivo y profundo programa de reformas estructurales.
Más allá de la configuración de fuerzas políticas y sociales que tuviera el país, el agotamiento de este largo y penoso ciclo de populismo irresponsable, intervencionismo extremo, estatismo bobo, aislacionismo suicida y corrupción generalizada, con cuotas exorbitantes de ignorancia y mala praxis en los responsables de semejante descalabro, requiere de cirugía mayor. ¿De dónde surgirán los volúmenes de liderazgo, experiencia, capacidad de gestión, voluntad de negociación, habilidad para la persuasión y efectividad en la comunicación externa e interna que se necesitan para avanzar en la gesta transformadora que exige este país?
Hasta ahora, el sistema político argentino se acostumbró a construir gobernabilidad con una lógica transaccional, a cambio de recursos materiales o institucionales, como por ejemplo financiamiento para obra pública o cargos en el Poder Ejecutivo. Esto fue común en todos los gobiernos, incluyendo algunos que gozaban de mayorías en una de las cámaras o en ambas. Pero imperó entre aquellos que carecían de peso propio en el Congreso, como Cambiemos entre 2015 y 2019. Así, gracias a las habilidades de Rogelio Frigerio, Emilio Monzó y otros representantes del “ala política” de la administración Macri, curiosamente criticados por “rosquear” para conseguir los objetivos que se les fijaban desde el pináculo del poder, pudieron lograr lo que parecía imposible: que un gobierno no peronista finalizara su mandato, algo que no ocurría desde 1928 con Marcelo Torcuato de Alvear, es decir, en una época en la que el peronismo no existía.
De la necesidad de ceder ante las presiones de los gobernadores peronistas y sus representantes en el Senado fueron víctimas tanto Raúl Alfonsín como Fernando de la Rúa. De este modo, podría entonces concluirse que la gobernabilidad siempre cuesta plata, en especial si un gobierno carece de mayorías parlamentarias. De hecho, los precios suelen incrementarse de manera inversamente proporcional a la popularidad del presidente: cuanto más débil, más cuesta lograr el acompañamiento necesario aunque sea para alcanzar umbrales mínimos (evitar crisis agudas, mantener un piso de estabilidad política y social). La experiencia de los últimos 18 meses de Macri dejó un legado ligeramente más alentador: es posible implementar un esfuerzo de consolidación efectiva, el gran logro que aún no se le reconoce a Nicolás Dujovne, aun con un gobierno con una presencia muy minoritaria en términos institucionales y territoriales. Con una pizca de humildad, Javier Milei debería aprender de algunos de los economistas que, según él, han fracaso en su paso por la gestión pública.
Admitiendo que es demasiado prematuro definir el resultado del proceso, pero que independientemente de ello la agenda de reformas del próximo gobierno luciría, al menos en principio, bastante parecida no tanto en los instrumentos como en los objetivos (reducir drásticamente el déficit fiscal y bajar la inflación), y que hasta ahora la gobernabilidad dependió de un sistema quid pro quo que utilizó recursos como medio de pago, con la premisa de que a mayor debilidad política e institucional, mayor el precio a pagar… ¿Qué resultado electoral minimizaría el costo político de las reformas económicas? Debería ser más “barato” implementar un paquete de medidas de consolidación fiscal para un gobierno con más presencia territorial y peso propio en el Parlamento. Parece contraintuitivo, pero llevado al extremo, podría afirmarse que quien propone el programa más radicalizado es el que, ex ante, menos chances tiene de lograrlo. La “casta” podría estar esperando, ansiosa, las contraprestaciones que la globalmente famosa “motosierra” les podría generar.
Cuidado que no faltan los baqueanos del peronismo que, además, quieren que sea el líder de La Libertad Avanza el que implemente y pague el costo de corregir el desastre fiscal y monetario generado por ellos. “Que sea nuestro Remes y de paso que nos permita volver con la legitimidad que hemos perdido”, sintetiza un exlegislador. ß