Cómo combatir el nocivo poder de las minorías intensas
La argumentación es crucial en la vida republicana y exige antagonizar y discutir en el espacio público
Hace 30 años, el economista Mancur Olson presentó, en La decadencia de las naciones, una interpretación sobre las trayectorias nacionales que experimentaban una declinación prolongada. Olson sostenía que los países habían crecido por haber logrado establecer, en un proceso en parte aleatorio y en parte deliberado, los incentivos correctos para hacerlo: reglas de juego y configuraciones institucionales capaces de dar empuje sostenido al crecimiento económico, resolviendo de un modo feliz su relación con la economía internacional y la orientación de sus inversiones. Pero muchos de esos países entraban luego en una fase de declinación. ¿A qué se debía? A veces, a un abrupto cambio de circunstancias internacionales. Pero las más de las veces, los motivos eran endógenos. Grupos de interés minoritarios pero intensos adquirían una influencia superior a la de grupos sociales muy mayoritarios por un problema de acción colectiva: los pequeños grupos se movilizaban porque tenían mucho que ganar, mientras que los grandes grupos no encontraban impulso para hacerlo porque sus componentes tenían -individualmente- muy poco que perder, aunque en términos agregados perdieran mucho. Así, las minorías de preferencias intensas lograban privilegios que torcían los incentivos correctos, lo que tenía un efecto acumulativo contra el crecimiento (y una sana distribución del ingreso).
Olson sostenía que, dado el poder de veto de estas minorías, revertir la trayectoria decadente no era fácil. Y que uno de los factores que podían lograrlo era en verdad infausto, del tipo "no hay mal que por bien no venga": un cataclismo que afectara la entera estructura económica y social de LA NACION, desarticulara las redes de intereses con sesgo anticrecimiento y las despojara de su poder de veto frente a la emergencia de un liderazgo con una estrategia de largo plazo y cierta autonomía en relación con las fuerzas sociales. Bien, si es así, esta receta para la Argentina no nos sirve, a la luz de nuestra experiencia histórica. Hemos sobrellevado una serie de calamidades, algunas que implicaron un sufrimiento social inenarrable, pero nada parece cambiar. Irónicamente, por ejemplo, Martínez de Hoz destruyó parte de la economía y parte del tejido social, pero la puja distributiva, aun con trabajadores más pobres, sindicatos cuyos cimientos están socavados por la economía informal y empresarios más concentrados en su posesión de riqueza debido a la reducción de las pequeñas empresas, sigue igual. Es más: parece que la experiencia de haber conocido el infierno (1989) o de haber caído en el abismo (2001) no tiene mucha relevancia política; nadie aprecia especialmente que en 2016 se haya conseguido evitar una crisis de proporciones descomunales. La "normalidad" penosa de hoy día se da por descontada y no se le encuentra mérito alguno a haber eludido la catástrofe.
¿Podemos examinar en mayor profundidad el largo plazo del caso argentino a la luz de las hipótesis de Olson? Nuestro país sufrió una profunda desarticulación al entrar en crisis la economía agroexportadora. Pero esto no explica la trayectoria larga de su decadencia. Al menos hasta principios de los 70 a los argentinos no nos fue tan mal. En cambio, minorías de preferencias intensas han ido contribuyendo decisivamente en una configuración económico-institucional con fuerte sesgo anticrecimiento y, además, socialmente regresiva. Podemos destacar tres como ejemplos entre muchos posibles: la economía protegida, la captura del Estado y la distorsión del federalismo fiscal. En los tres casos, se benefician importantes minorías, que han accedido a un notorio poder de veto. La economía protegida, centrada en la puja distributiva en torno al tipo de cambio, confiere el ritmo cardíaco al corazón de la economía argentina, imposibilita una genuina productividad, nos condena a una crónica incapacidad de exportar, nos somete al chantaje perpetuo de las crisis de balanza de pagos. La captura del Estado lo lleva -entre otros males- a su hipertrofia y a que las agencias estatales estén con demasiada frecuencia al servicio de los servidores, no de los ciudadanos. A veces sin la menor sensatez, el diseño de las políticas públicas no depende de las necesidades de sus destinatarios, sino de las preferencias e intereses de los empleados. Por fin, el federalismo fiscal distorsionado, una increíblemente inicua distribución de recursos públicos, es una fábrica de pobreza (respaldada, eso sí, sólidamente en mecanismos institucionales; a lo largo del tiempo, se ha conferido un estatus legal a una distribución fiscal crecientemente distorsionada y sin fundamento económico ni social). Pero estas minorías que se asientan en la protección, la captura y el federalismo fiscal presentan un rasgo peculiar: las causas que defienden son populares. Las mayorías que pierden sistemáticamente debido a las posiciones privilegiadas de estas minorías las defienden, ya que consideran correcto lo que hacen: ¿cómo no va a ser correcto proteger la industria nacional y las fuentes de trabajo, respaldar la lucha de los docentes y ayudar a las provincias menos desarrolladas? Así, una oportunidad de oro para financiar la reconversión de nuestra estructura productiva y nuestro enlace al mundo, como fue el ciclo de magníficos precios de la soja, se desperdició: la Argentina no se interesa por eso. Hay una brecha entre lo que como sociedad necesitamos y aquello en lo que como sociedad creemos.
Se dice que el actual gobierno se resiste a explicar, subestima la relevancia de la argumentación, no entra en confrontaciones, prefiere gestionar. Si así fuera, la gestión de estilo tecnocrático o empresarial podría empantanarse ante el juego de pinzas de la oposición de las minorías activas y la reprobación o la indiferencia de las mayorías (ilustrativo: en un reciente estudio de opinión, el término que más calificaba a Baradel era luchador). La argumentación política es un componente central de la vida republicana, y si se quiere persuadir a la gente, pero contando con su criterio, no puede ser sustituida por la propaganda, la "comunicación" o la generación de "sensaciones". Y para ello hay que antagonizar: hay que identificar adversarios y discutir en el espacio público. Si el Gobierno descarta estas opciones, entonces mal puede avanzar en lo que importa y, como de todos modos necesita ganar elecciones, se ve obligado a incurrir en el cortoplacismo más craso.
Es posible llevar adelante dos cursos de acción complementarios, que no están siendo ejecutados hoy. El primero, escoger batallas radicales, densas, configurando una adversatividad fuerte. Tomando riesgos. Haciendo blanco en las minorías intensas atrincheradas, defensivas y con poder de veto. Se requiere liderazgo que divida aguas: de un lado, las minorías conservadoras; de otro, la gente y el bien común. Nuestro sistema educativo in toto es un ejemplo de esta agenda. El segundo es más difuso: esparcir por todo el campo gubernamental la práctica de la argumentación adversativa, inscribiendo la obra de gobierno en una visión de largo plazo, de mayor cohesión y que unifique el sentido de las pequeñas (y a veces grandes) cosas que se están haciendo. Gobernar puede ser un desafío cautivante.
Presidente del Club Político Argentino