En busca de la participación perdida
Chile es hoy el ejemplo más cercano de las consecuencias de la acumulación y sobrecarga de demandas sociales insatisfechas que ha producido la democracia representativa. El nivel de desamparo y abandono institucional en el que se encuentran millones de seres humanos ha reducido (ante sus ojos) a los respectivos sistemas políticos a meras burocracias de regulación de asuntos públicos incapaces de resolver sus verdaderos problemas.
A su vez, es previsible que los niveles de desigualdad socioeconómica que rigen hoy en el mundo debiliten la confianza en el aspecto operativo del sistema, concretamente: en el modo de gestionar que les ha propuesto la democracia.
Este fenómeno no es patrimonio exclusivo de Sudamérica. Los "chalecos amarillos" parisinos nos dicen que tanto en el desarrollado norte global como en nuestro sur pueden observarse pueblos enojados, lo cual nos indica que la crisis de representación que sufren las democracias no es únicamente una crisis de sistemas políticos, sino una crisis cultural. Veamos.
La clásica democracia representativa pensada y diseñada a finales del siglo XIX y comienzos del XX en su estructura de funcionamiento no ha cambiado. No advertir el retraso institucional agrava el problema, porque el deterioro de lo actual deja espacio para que reaparezca lo viejo (lo que dejamos atrás o debajo), es decir, el viejo estatus preconstitucional de la institucionalización política como instrumento de ordenación social, que en su momento fue superado por la democracia representativa, pero que frente a los nuevos desafíos y complejidades del siglo XXI ha quedado retrasada, pues como se observa (con diversas intensidades) el problema de legitimidad y confianza en la democracia liberal avanza globalmente.
Lo importante ante este fenómeno es reconocer que la democracia representativa y sus tradicionales mecanismos de intermediación política no funcionan al ritmo del siglo XXI. Es por ello que ante los ojos de las mayorías, las democracias se observan impotentes y llenas de contradicciones, y, por lógica, son valoradas como construcciones de otra época, como un conjunto de instituciones desgastadas y prácticas políticas antiguas que -como señalé al comienzo- no resuelven los verdaderos problemas.
El endurecimiento de la democracia representativa conduce al estado de crisis actual, pues si sus mecanismos tradicionales no responden adecuadamente y no tienen capacidad operativa para asegurar al menos cierto nivel de respuesta satisfactoria a las distintas exigencias y demandas sociales, el reclamo popular no se evaporará dentro del sistema; por el contrario, tenderá a perforarlo y salirse, como vimos en Francia, Ecuador, Chile, Colombia y seguiremos viendo en otros países si esto no se resuelve.
Estamos ante un gravísimo déficit de legitimidad originado (entre otras cosas) por un problema previo de rigidez estructural (característica del siglo XIX) que obstaculiza el nacimiento de una democracia más moderna, inclusiva, abierta y deliberativa que ofrezca nuevos instrumentos políticos que posibiliten una verdadera participación ciudadana en la gobernabilidad.
Doctor en Ciencias Jurídicas. Especialista en Constitucionalismo. Profesor adjunto regular de Derecho Constitucional (UBA) y titular de la cátedra de Derecho Político (Universidad de San Isidro-Plácido Marín)