Votar y acordar, la utopía del día después
Cuando semanas atrás se afirmó en esta columna que era perentorio evitar una tragedia en la Argentina, aún no había sucedido lo que ocurrió en Ecuador y Chile: levantamientos populares, repudio al poder constituido, muertes, represión, destrozos, amenaza a la gobernabilidad. Hoy es el día de reflexión del votante de a pie, que debe estar libre de condicionamientos para tomar su decisión de manera autónoma. Las elites, saturadas de datos y chances de salvación, acaso también deberían reflexionar. Pero no acerca del voto, sino acerca de lo que harán en las próximas horas, mientras los argentinos que deben elegir presidente huyen del peso y de la inflación, poseídos por el terror a perderlo todo. Sobre las elites, podrían decir esos votantes desesperados lo mismo que dijo Jacobo Burckhardt de las grandes personalidades: "Son todo lo que nosotros no somos". Esta distancia, que ha caracterizado siempre a las sociedades, puede acortarse mediante la equidad o tensarse cuando estalla la rebelión de los que se sienten excluidos. Lo estamos viendo. Por eso, ante la gravísima situación del país es imprescindible que, empezando por los políticos, las elites reflexionen con urgencia y responsabilidad sobre el día después. Sobre el quemante lunes próximo. O más pronto aún: sobre mañana a la noche, cuando se cuenten los votos y se conozca el resultado.
Sin conciencia de la cercanía del precipicio, la campaña fue pobre y previsible. No obstante, tuvo al final alternativas novedosas, que aunque no lograran cambiar la tendencia generaron un efecto refrescante: renovar las expectativas sobre un resultado distinto al esperado, que los analistas descartan. Por eso, muchos de los que irán a votar tienen motivos para esperar que triunfe su preferido, desmintiendo el veredicto de los sondeos, cuyas estimaciones fallaron en las PASO. Ese es el juego abierto de la democracia, en que la voluntad popular podrá ser medida e influida, pero nunca definitivamente dominada. El problema de la campaña, sin embargo, fue otro. Desgraciadamente, repitió los estereotipos que hoy se observan en el mundo. Promovida por los principales competidores, prevalecieron la descalificación del contrincante, la agresividad verbal, la paupérrima exposición de ideas. Con pocas excepciones, se impuso la grieta, donde tantos se sienten a gusto, dentro de la confortable manada, liberados del esfuerzo de la alteridad, que retribuye poco, y alentados para denostar a los que no piensan igual, adoptando una actitud destructiva. Un solo postulante, casi pidiendo disculpas por su posible ingenuidad, planteó la necesidad del diálogo en el último debate. Un síntoma de la insensatez que dominó la competencia.
En fin, los políticos argentinos repitieron otra vez la mueca que mejor les sale: el disenso, el "nosotros" contra "ellos". Le echaron la culpa al rival. Se tiraron la pelota unos a otros hasta el final. La cuestión es si podrán mantener esa actitud los próximos días. La duda angustiante, en concreto, es por qué no lo harían, cuáles serían los incentivos para actuar de otra manera. Los antecedentes muestran que en situaciones de estabilidad y bienestar el consenso entre dirigentes es improbable. En cambio, durante las crisis que ponen en riesgo la gobernabilidad, la disposición a acordar aumenta. La hiperinflación de 1989 acercó a Alfonsín y a Menem. La crisis de 2001 generó una mesa de diálogo multisectorial. Después de las PASO, la turbulencia provocó que los dos principales candidatos hicieran algo que rechazaban: levantar el teléfono para contener el pánico.
Llamamos "utopía" al logro de acuerdos básicos después de la elección presidencial, cualquiera fuera el resultado. La primera acepción de esta palabra en el diccionario no alude a una sociedad ideal, sino a un "plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización". De acuerdo con la historia de este país, si la utopía del día después ocurriera, como se propugna aquí, su razón no sería -volviendo al clisé borgiano- el amor, sino el espanto. Espanto a la inflación galopante, a un default desordenado, a un estallido social como el que padecen nuestros vecinos. No importa. Aunque el miedo fuera el motor, constituiría un avance y podría evitar el abismo.
Tal vez no esté de más describir cuáles tendrían que ser los gestos demostrativos de la voluntad de acordar. Parecen obviedades, pero no lo son considerando que a las elites argentinas les cuesta ser responsables. Se trata de instrucciones para un país inmaduro: el que pierda deberá reconocer cuanto antes la derrota, felicitar al ganador y ofrecerle colaboración. Si hubiera ballottage, la oposición deberá acatar el resultado que no espera sin atribuirlo a una trampa. Si, en cambio, triunfara la oposición, le corresponderá al Presidente facilitar la transición con conductas de hombre de Estado, sin especulaciones ni pequeñeces. Quizás haciendo lo mínimo se conjure lo urgente, hasta encontrar la grandeza que requiere afrontar lo importante.