Una tradición de traumáticas sucesiones presidenciales
El 12 de octubre de 1868 ocurrió la primera sucesión presidencial en la República Argentina recién unificada. En aquellas elecciones compitieron cuatro candidatos que representaban los cambiantes alineamientos de fuerzas políticas de la época. El ganador fue Domingo Faustino Sarmiento. El presidente saliente, Bartolomé Mitre, debía traspasarle el mando después de haber dado su apoyo a Rufino de Elizalde, uno de los candidatos derrotados.
Sarmiento calificó el acto de traspaso como un espectáculo "innoble" y "vergonzoso". La descripción de Manuel Gálvez es elocuente: "El fuerte desborda de mitristas, muchos del bajo pueblo. Apenas Sarmiento aparece en la entrada estalla un 'Viva Mitre', dado por una multitud de tres mil personas. Sarmiento, ante esta insolencia mira hacia todos lados, como dudando entre responder o no. Dueños los mitristas del edificio, Sarmiento debe soportar rabiosamente la humillación de avanzar entre vítores a su antecesor. Llega a la puerta del salón en donde Mitre le entregará el bastón de mando. En ese lugar de moderado tamaño, en el que no caben más de cien personas, se ha metido un millar [...] Sarmiento debe llegar hasta Mitre, que lo espera en el extremo del salón. Compacto muro separa a los presidentes. ¿Cómo atravesarlo? Inútiles las órdenes, los ruegos, las amenazas [...] Por fin, después de mucho bregar, de recibir pisotones, codazos y empujones, logra Sarmiento acercarse a Mitre". Una vez concluido el evento, miles de ciudadanos acompañaron a Mitre, dejando la casa de gobierno vacía y a Sarmiento pensando en los seis años por venir.
Desde aquel primer bautismo republicano, las sucesiones presidenciales que representaron un cambio de signo político en contextos de elecciones libres, competitivas y sin proscripciones pueden contarse con los dedos de una mano: de Victorino de la Plaza a Hipólito Yrigoyen, de Raúl Alfonsín a Carlos Menem, de Menem a Fernando de la Rúa y de Cristina Fernández de Kirchner a Mauricio Macri.
La asunción de Yrigoyen, que podría haber sido traumática, se dio sin sobresaltos, a pesar de representar el fin de un régimen y el ascenso al poder del primer partido de masas en la Argentina, al aplicarse la reforma electoral que estableció el voto secreto, obligatorio y con representación de la minoría a través de la lista incompleta. Ese día, el 12 de octubre de 1916, más de cien mil personas acompañaron a Yrigoyen, vestido de frac y galera, en el camino del Congreso a la Casa de Gobierno. Según el relato de Carlos Ibarguren, la multitud desenganchó los caballos de la carroza presidencial y arrastró el coche mientras el flamante presidente saludaba fríamente.
La reedición de una fiesta cívica de entrega de los atributos del mando entre fuerzas políticas opositoras en el marco de la alternancia democrática deberá esperar más de 7 décadas, luego de un tortuoso derrotero atravesado por golpes, fraudes, proscripciones y violencia política. En los tres casos de alternancia mencionados posteriores a 1983, solo el traspaso de Menem a De la Rúa se produjo dentro de parámetros de estabilidad, a pesar de la crítica situación económica y social con la que tendría que lidiar el nuevo mandatario. Las otras dos sucesiones presidenciales fueron complicadas. La de 1989 se adelantó 6 meses por la crisis económica, que derivó en un estallido social. Funcionarios de Alfonsín aseguraban que la oposición peronista buscaba verlos salir "escupiendo sangre". La sucesión no se realizó en los tiempos previstos, pero respetó los mandatos constitucionales. En 2015, el traspaso de mando entre la presidenta saliente y el presidente electo no llegó a concretarse. No hubo acuerdo sobre cuál era el momento y el lugar en el que debían entregarse el bastón y la banda presidencial. La disputa sobre si debía ser en el Congreso o en la Casa Rosada terminó con el presidente provisional del Senado, Federico Pinedo, gobernando el país en el interregno de doce horas que se produjo entre el fin de un mandato y el inicio del siguiente.
Los interregnos sucesorios abrieron siempre, en las más variadas formas de gobierno, períodos de incertidumbre. En la época medieval, entre la muerte de un rey y la coronación de su sucesor, el reino quedaba paralizado y sometido a los peligros que podían desatar revueltas o insurrecciones. Para evitar estas amenazas y garantizar la continuidad, la tradición jurídica inglesa creó la ficción legal de "los dos cuerpos del rey": cuando el "cuerpo natural" o físico del monarca moría, el "cuerpo político"-místico e inmortal- de la corona transmigraba al cuerpo natural del sucesor. La expresión "el rey ha muerto, que viva el rey" simbolizaba esa ficción y reafirmaba la continuidad de la institución monárquica. La corona estaba más allá de las personas que la encarnaban.
Los interregnos democráticos son más frágiles. La ficción representativa que supone que el pueblo es el titular de la soberanía y que delega su ejercicio en sus representantes deja en manos de los mecanismos constitucionales el ritual de la sucesión. Pero para que este ritual proceda de manera pacífica y ordenada, especialmente cuando se pone en juego la alternancia entre partidos opositores, los mecanismos no son suficientes y a veces, como es nuestro caso actualmente, pueden intensificar las incertidumbres. Para atenuar sus efectos se requiere de una alta dosis de responsabilidad política por parte de quienes la voluntad popular (de ayer y de hoy) definió como protagonistas de la escena.
En los días que corren, los argentinos observamos atónitos el prolongado travestismo al que nos sometieron las PASO: los cuerpos físicos de Mauricio Macri y de Alberto Fernández se desdoblan entre el cuerpo del presidente y el del candidato, mientras el cuerpo político está paralizado y desamparado. Los fantasmas del pasado reciente y no tan reciente regresan una y otra vez junto a la pregunta recurrente: ¿por qué a la Argentina le cuesta tanto crear un repertorio pacífico de alternancia entre fuerzas de diversos signos políticos, como de hecho exhiben otros países de la región? Múltiples respuestas se han dado a esta suerte de maldición criolla. Seguramente, el acentuado personalismo que caracteriza a nuestras presidencias contribuye a la dificultad de distinguir "los dos cuerpos del presidente". O tal vez el problema resida en vivir dichas alternancias como si fueran el fin de un régimen. Los dos candidatos más votados en las PASO se han encargado de transmitir esa imagen, y la sociedad y los mercados actúan en consonancia. Los ciudadanos observamos el triste espectáculo de este nuevo interregno mientras las dirigencias se comportan como si se tratara de una guerra de sucesión dinástica.
Historiadora y docente UTDT