Una elección que refleja los dilemas del capitalismo
No es exagerado afirmar que la elección de autoridades mediante el voto constituye el momento estelar de la democracia. Este hecho legitima a la vez que compromete al poder político, cuyos poseedores deben rendir cuenta de su actuación. En cierta forma, una elección democrática invierte el orden de prioridades del sistema, colocando en primer lugar las demandas sociales y no el interés de los grupos dominantes. Mediante los comicios, la decisión del pueblo determina la suerte de los proyectos de las elites políticas y económicas. Aunque el sufragio esté condicionado por distorsiones cognitivas, manipulaciones u otras asimetrías, el dictamen que arroje definirá la conformación del gobierno y la oposición. El elector no tiene demasiado control sobre lo que harán los elegidos, pero es decisivo para determinar quiénes serán y cuánto durará su mandato. Sin embargo, como afirma Pierre Rosanvallon, elegir por métodos democráticos no garantiza ser gobernados democráticamente y esa es la base del desencanto contemporáneo.
La democracia argentina no escapa a esta erosión. Un sondeo de Poliarquía arrojó el año pasado que el 56% de la población está insatisfecho con el funcionamiento de la democracia, resultado acorde con la tendencia detectada por el Latinobarómetro, que caracteriza al lapso transcurrido entre 2008 y 2018 como "una década de disminución constante y continua de satisfacción con la democracia". Este dato debe ser cotejado con los probables motivos del desencanto: por un lado, la insatisfacción con la economía y la distribución de la riqueza, cuya evolución es similar a la que registra la valoración de la democracia; y, por el otro, el descrédito de las instituciones y los poderes del Estado. Los entrevistados expresan la desilusión en términos muy claros: "Alfonsín decía: 'Con la democracia se come, se cura, se educa' y en un país que produce tantos alimentos tenemos niños que pasan hambre". "Nuestro problema es el Poder Judicial, que está politizado y no es independiente".
Las demandas insatisfechas de justicia distributiva y transparencia obligan a ampliar el análisis al capitalismo, para plantear cómo su lógica puede favorecer o frustrar la legitimidad del sistema político. En un estudio sobre la desigualdad mundial, el economista Branko Milanovic se pregunta, ante la regresión en la distribución del ingreso y las oportunidades, si en esas condiciones es sostenible el capitalismo democrático. Argumenta que las democracias se están convirtiendo en plutocracias en las que los ricos imponen la agenda, en detrimento de las clases medias y los pobres. Sobre su duro diagnóstico resuena la contradicción del capitalismo expuesta por Max Weber: la racionalidad económica está estructuralmente desacoplada de las demandas de bienestar y justicia. En términos más sencillos y próximos: una macroeconomía sana puede ser una condición necesaria, pero no garantiza el reparto democrático de los bienes materiales y simbólicos. Los niños no se alimentarán mejor ni los jueces se volverán imparciales e independientes si se alcanzara el equilibrio fiscal. La cuestión es mucho más compleja y los votantes lo intuyen.
Cabe aquí una hipótesis paradójica: tal vez por su desbarajuste macroeconómico combinado con una elevada conciencia e institucionalización de los derechos sociales y civiles, la Argentina ejemplifica paradigmáticamente los dilemas del capitalismo democrático. Mientras que su anomia macro es inviable en una fase de globalización que exige a los países dependientes rígidos estándares para participar en los mercados, sus clases medias y bajas se niegan a resignar aspiraciones y derechos, y son severas con los dirigentes que los vulneran. Eso les otorga un sesgo progresista a los programas de los partidos, aun a los del oficialismo, que no comparte esa orientación. Desde afuera se juzga esta conducta como una patológica inclinación al populismo. Un riesgo para el capital, al que no le faltan razones para sospechar: aunque espoleadas por la angustia electoral, las últimas medidas del Gobierno (acuerdo de precios, congelamiento de tarifas, créditos subsidiados para el consumo) van en esa dirección. Busca que los estratos medios no lo abandonen porque perdería las elecciones. Y esa amenaza seguirá vigente después de las urnas.
En estas condiciones, antes que inviable, la Argentina parece una nación difícil de encasillar. No será Venezuela ni lo puede ser. Pero tampoco Brasil o México, a los que no se asimilará mientras su amplia clase media se mantenga en pie. Este país posee además otra singularidad perturbadora: el Papa es argentino y prefiere a los pobres. Con estos antecedentes, es probable que al FMI no le quede otra posibilidad que renegociar en 2020 con esta cultura singular y desconcertante, más allá de quién gane la presidencia. Acaso esta transacción ayude a la síntesis entre racionalidad económica y justicia social que el capitalismo global le debe a la democracia.