Una cultura que rinde peligrosa idolatría a la juventud
La candidatura de Lavagna reabre el debate sobre la discriminación por edad en el ámbito laboral y en la vida política
La idolatría de la juventud halló en Perón a un maestro, pero, como se trataba de peronismo, con el tiempo los conceptos se invirtieron y solo permaneció constante el énfasis. A los jóvenes que en los setenta abrazaban la lucha armada en las "formaciones especiales" (las organizaciones guerrilleras) Perón los entronizó como "juventud maravillosa". Ellos creyeron que estaban reconvirtiendo al experimentado caudillo conservador en un revolucionario que los iba a conducir de la mano al socialismo. "El Viejo -explicaban con devoción sumisa cuando "la derecha" peronista conseguía aire- tiene sus tácticas". Una vez repuesto él, sobre el final de su vida, en el balcón, los jóvenes lo vieron gobernar y se estremecieron indómitos. Entonces al general le pareció necesario rebautizarlos: "¡Estúpidos e imberbes!".
Quizás hace falta recordar que en la tragedia argentina de los setenta el tema de la edad, tanto la del líder omnisciente como, en las antípodas, la de la generación que protagonizó y padeció la violencia, fue central. Hasta inspiró sesudos ensayos académicos. También la edad atravesó en 1930 la génesis del golpismo cívico-militar: senilidad y aislamiento era lo que le atribuían los verdugos institucionales a un Yrigoyen recién "plebiscitado". El primer derrocamiento y la prisión en la isla Martín García inauguraron, creen muchos, la decadencia argentina. Resulta que Yrigoyen y Perón, los dos grandes líderes del siglo XX, así valorados, en suma, por la mayoría de los argentinos, tenían 76 y 78 años cuando el sufragio popular los hizo retornar a la Casa Rosada. Es llamativo delante de estos datos que la reincidencia de Roberto Lavagna en la carrera presidencial haya disparado -sin quererlo- una discusión sobre la edad apropiada para ser presidente. Lavagna tiene 77 años.
En el amanecer de 2019 muchos comentaristas de edad universitaria identificaron el maridaje de medias y sandalias regado con bermudas con un político para quien la juventud quedó muy atrás. Conclusión puramente basada en cánones estéticos que consideraron inhabilitante la combinación. Algo aleccionadora, con todo, fue la paradoja de que para ser y parecer moderno no alcanza con sentirse en la era de la imagen y prescindir de las palabras (la famosa foto de Lavagna en Cariló agotaba toda la información sobre una esperada cumbre política), porque las entrelíneas, vengan en letras o en píxeles, siempre gritan.
Si bien en el siglo XXI los setenta y tantos años son una edad considerablemente más juvenil que en los siglos anteriores (más gimnástica, como argumentó en su momento un lavagnismo desconcertado), al presentarse como precandidato presidencial Lavagna parece haber sufrido lo que el psiquiatra estadounidense Robert Butler denominó edadismo, discriminación por la edad. Muchos menos comentarios en las redes sociales volcados con similar tono descalificatorio sobre una mujer seguramente habrían armado un escándalo atronador. Pero como el padecimiento de quedar fuera del mercado laboral por solo llegar a cierta edad (en muchísimos trabajos, los 50 o 55 años) no es hoy una bandera tan sonora como la del género, esta discriminación en vez de volverse emblemática quedó como un episodio frívolo, risueño.
El edadismo aplicado a los líderes va en línea con la sacralización de la juventud que obtura el mercado laboral a los adultos mayores y desplaza el foco etario hacia los "veintis" y los "treintis". Nos aleja por completo del proverbial modelo oriental en el que viejo y sabio son sinónimos. ¿Tiene fundamento la idea de que 77 años son muchos para hacer la tarea de gobernar la Argentina? De Rivadavia a Macri, el promedio de edad de los presidentes en el momento de acceder a la Casa Rosada ha sido de 55 años. Alfonsín llegó con 57; Menem, con 59; De la Rúa, con 62; Rodríguez Saá, con 54; Duhalde, con 60; Kirchner, con 53; Cristina Fernández, con 54, y Macri, con 56.
Solo en el siglo XIX hubo dos muy jóvenes, Avellaneda y Roca, ambos de 37 años. Roca, el primer reelegido discontinuo, volvió con 55. Los otros dos líderes de época que retornaron, los ya evocados Yrigoyen y Perón, fueron al cabo los únicos mayores de 75 (edad a la que se supone que se deben retirar los miembros de la Corte Suprema). Un tercer septuagenario (con perdón de la palabra, que no en vano dejó de usarse), Victorino de la Plaza (1914-16), llegó con 71. De todos los nombrados solo Perón murió siendo presidente (a los 78). Como antes Quintana (70), Roque Sáenz Peña (63) y Ortiz (56).
¿Qué se infiere de todo esto? Que cualquiera sea la opinión que se tenga sobre cuáles han sido presidentes mejores y cuáles peores resulta muy difícil identificar una correspondencia entre edad y eficacia. No está a la vista que cuanto más joven se es mejores resultados se obtienen. Tampoco lo contrario, si bien llama la atención que los dos presidentes mayores hayan sido, también, los mayores líderes de masas de la historia. Pero ese no sería el rubro de Lavagna, un economista y diplomático a quien le cabe, en todo caso, el maleficio de los candidatos reincidentes, ninguno de los cuales consiguió llegar a la presidencia. Dicho de otro modo, todos los presidentes argentinos tuvieron una sola experiencia como candidatos presidenciales (exceptuados, obviamente, los reelegidos), a diferencia de lo que ocurre en otros países, por ejemplo, Estados Unidos, Francia o Chile. Richard Nixon perdió una elección antes de ganar la presidencia; Francois Mitterrand perdió tres; Salvador Allende, cuatro.
Lavagna fue candidato a presidente por UNA (Concertación para Una Nación Avanzada), alianza de peronistas no kirchneristas, radicales, desarrollistas y fuerzas provinciales. Sucedió hace doce años, en las elecciones que convirtieron a Cristina Kirchner en la sucesora de su esposo. Con algo menos de 17 por ciento quedó tercero, detrás de Lilita Carrió, casualmente la comentarista más sobresaliente de cuantos este año dijeron algo sobre las medias con sandalias. Lilita lideró al subgrupo bromista, aquel que no hizo explícita la discriminación por edad, la sugirió asociando el vestuario estival de Lavagna con una mentalidad vetusta.
Una posible explicación de por qué en la Argentina hasta ahora nunca triunfó un perseverante atañe al exitismo, ya que otra forma de decirlo es que nunca ganó la carrera presidencial alguien que ya la había perdido. Igual, en 2019 hay que relativizar la palabra nunca: será la primera vez que un gobierno no peronista busque su continuidad desde que existe el peronismo y la primera vez que se enfrentarán un presidente en ejercicio y su antecesor (más allá del detalle de la fórmula kirchnerista contra natura). En este enfrentamiento, que por ahora se da en términos de polarización, resalta un fracaso pertinaz, tan importante como fresco: la economía.
Casualmente Lavagna, el único precandidato que puede exhibir expertise técnico-político en materia económica con resultados verificables sobre los que existe cierto consenso positivo parecería tener allí la principal fortaleza. De los tiempos en los que fue ministro de Economía nombrado por Duhalde y confirmado por Kirchner nadie lo recuerda en sandalias con medias. Sin embargo, para buena parte de los millennials (el 40 por ciento de la sociedad) y sobre todo para los centennials, que consideran viejos a los millennials, eso sucedió hace demasiado tiempo.