Tiempos de banalidad e incertidumbre
En medio de una severísima crisis socioeconómica, las elites y los medios están absortos leyendo el best seller de la expresidenta. En lo sustancial el texto la muestra como es: autorreferencial, carente de autocrítica, arbitraria, recopiladora minuciosa de todas las afrentas recibidas, como si fuera una Funes memoriosa del rencor. Nada nuevo, un recorrido poco original que repite el tópico del sectarismo: la verdad y el bien del lado propio; la mentira y el mal del lado ajeno. Amigo versus enemigo: un tema ancestral convenientemente trivializado para consumo masivo de un auditorio pueril. Más allá del contenido, la aparición de este libro es interpretada como un hito hacia el objetivo tan temido o tan deseado: la candidatura presidencial. Mientras nos entretiene con letras mediocres, Cristina lo está consiguiendo con inigualable maestría: que todos hablen de ella, que la pasión de amarla u odiarla se vuelva excluyente, que el país se mantenga en vilo esperando su decisión, la suprema jugada que condicionará el destino de los demás. La certeza del apocalipsis para unos, la marcha de la historia hacia su liberación para otros.
El episodio podría ser convencional, porque la presentación de textos de candidatos en campaña constituye una herramienta de marketing. Pero este libro tiene otras connotaciones, al menos por tres razones. La primera proviene de una falacia extendida: esta elección determinará el sistema económico del país en los próximos años. Esa creencia es una farsa del dilema trágico de los 70: hay que elegir entre capitalismo y socialismo. La segunda razón es que la opción espuria no la alimenta solo Cristina, sino también los estrategas oficialistas, lanzados a crear un fantasma de cuento infantil que asuste lo suficiente a una sociedad que imaginan de párvulos. No es el fantasme de Lacan, sino del terrorismo de Perrault. La tercera razón es que la amenaza que destila el libro de Cristina, consumido livianamente por las elites haciéndole el juego, ocurre en un país decadente, cuya sociedad padece y cuya economía colapsa. El lenguaje común describe ese comportamiento con una frase conocida: bailando en la cubierta del Titanic. Es la pretensión vacua de seguir la diversión negando la posibilidad del desastre.
Así, continúa el espectáculo mientras crece el riesgo. En el plano económico, el Gobierno, con oportunismo y desesperación, cambia otra vez las reglas de juego y le arranca inconcebibles heterodoxias al FMI, convirtiéndolo de hecho en el partido político que lo sustenta. Se sabe que detrás está la mano de Trump, que borgeanamente gobierna nuestro destino. Y se constata que el fin de la reelección justificará los medios. Todo para contener el ascenso del dólar, que podría acabar con el sueño de Cambiemos. Los economistas discuten si acordar precios, aumentar subsidios y responder a la avidez del mercado con más dólares es una muestra de solidez o de temeridad. Liberales y heterodoxos se preguntan si no estarán cebando una bomba. Ante el derrumbe, una franja creciente de la sociedad sigue poniendo el pulgar hacia abajo y desafiando al establishment con un antojo inquietante que amplifican los sondeos: votaremos a Cristina. Como sostiene el refrán, del dicho al hecho hay un largo trecho. Pero eso no alcanza para tranquilizar a los dueños del dinero.
La política tampoco aporta certidumbre. Cuando se descartaba que la única candidatura firme fuera la del Presidente, voces diversas insisten con el llamado "plan V", es decir que María Eugenia Vidal sea el relevo de Macri. El resto constituye una incógnita aún mayor: Cristina no decidió si será candidata aunque muchos lo descuentan, el peronismo no define aún sus propósitos, mientras discute la conveniencia de ir a la elección primaria. Parte del radicalismo, el socialismo y otras fuerzas progresistas están, como los personajes de Pirandello, en busca de un autor. En definitiva, poco se sabe y nada de fondo se discute. Y los que quieren sortear la grieta no atraen a la televisión y las redes, empeñadas en una confrontación comparable con el deporte o la guerra. Necesitan beligerancia. Ganadores o perdedores, no pensadores.
Son tiempos de banalidad e incertidumbre. ¿Podrá un decálogo con ideas generales para acordar con la oposición torcer este clima? Sin restarle buena voluntad a la propuesta, habrá que contestar: depende. Algunos de los puntos esbozados son sensatos pero polémicos, faltan otros temas, la convocatoria ha tenido omisiones sensibles, deben despejarse las intenciones genuinas de las electoralistas, habrá que ver si es vinculante o una mera declaración de principios.
El consenso debe ser alentado. Es lo que el país necesita. Sin embargo, ir de la banalidad a la sustancia requerirá convicción e incentivos, dos condiciones escasas en la política argentina. Un acuerdo de gobernabilidad es una apuesta de fondo, no un lance florentino para recuperar la iniciativa.