Sorprendente genealogía de una transición con final abierto
La política argentina estuvo llena de hechos inesperados, a los que se suma la convulsión regional en el tramo previo al traspaso de gobierno
Hace solo un año, el escenario político actual hubiera resultado el producto de una imaginación frondosa. El propósito de este artículo es recorrer la superficie de una vertiginosidad cotidiana que impide siquiera recordar los puntos de partida. Pero no está de más recordar algunas explicaciones de fondo. En primer lugar, la debilidad de nuestro sistema de representación heredado del tsunami de 2001 con su correlato de partidos débiles y coaliciones volátiles. Luego, la notoria escisión de la elite política respecto de una sociedad fragmentada. Por último, la indefinición de un patrón de desarrollo de larga duración que nos permita un crecimiento económico previsible y sin nuestros barquinazos endémicos.
Luego de la brutal crisis cambiaria que agobió al país entre abril y octubre de 2018, el Gobierno siguió apostando a una revolución cultural que lo habría de impermeabilizar de los efectos deletéreos del ajuste. Y que le habría de permitir reeditar aquel fenómeno lúcidamente diagnosticado por Ignacio Zuleta como "el partido del ballottage" de 2015. En el peronismo, el entusiasmo por el debilitamiento oficialista se equilibraba con el escepticismo en torno a la posibilidad de fraguar una coalición triunfadora. El gran interrogante era qué hacer con el kirchnerismo y con su jefa, sólidamente instalados en el multitudinario Gran Buenos Aires, extensible a los distritos pobres del país a raíz de la derrota de los dirigentes más antikirchneristas en las legislativas de 2017.
Abusando de la oxigenación de la celebración exitosa en el país del G-20, el Gobierno sobrestimó tanto su recuperación como las expectativas de una pronta recomposición económica. Quiso ganar tiempo impulsando un nuevo ajuste tarifario de modo de darle un golpe definitivo al déficit fiscal como matriz de la inflación y de la consiguiente volatilidad cambiaria. La recesión acotaría la suba de precios y sentaría las bases de una reactivación que pronosticaba sólida hacia la primera vuelta electoral. Eran solo deseos imaginarios: la inflación radicalizó la recesión, reavivando el descontento social y suscitando una nueva volatilidad cambiaria justo a un año del comienzo de la anterior.
Operadores oficiosos de la oposición peronista comenzaron a tejer sutiles acuerdos de cara a las elecciones con la premisa de que no solo era posible ganarlas, sino también propinarle una derrota al macrismo que lo borrara del mapa político. El problema era cómo soldar sus tres fragmentos cruciales: el "peronismo federal" de los gobernadores, el neoduhaldismo de Lavagna y el kirchnerismo. Suponiendo una fragua imposible, el Gobierno respiró, pronosticó que habría de enfrentar a tres peronismos y planificó una victoria ajustada en segunda vuelta repitiendo las secuencias de 2015. Pero sobrevinieron nuevas sorpresas.
La primera la produjo la señora Kirchner cuando sacó de la galera, al mejor estilo peronista, un candidato impensado que remitía a la imagen de armonía del gobierno de su esposo. Algunos lo concibieron como uno más de sus reiterados extravíos, omitiendo que el desenlace no era antojadizo, sino resultado de ese tejido de coaliciones provinciales que se venía tramando desde principios de año, reforzadas por las victorias del justicialismo en las provincias. La del gobernador cordobés Schiaretti parecía equilibrar los tantos, revitalizado el sueño de una alternativa peronista republicana; una suerte de justicialismo "macrizado" como la "alfonsinización" renovadora de los 80. Pero la deserción de Massa terminó de asestarle el tiro de gracia, tanto como la pertinacia protagónica de Lavagna. La solución peronista-kirchnerista empezó a ganar masa crítica, volviendo a poner al Gobierno contra las cuerdas hasta su audaz movida de pescar en la pecera de lo que quedaba de la renovación federal, sumando a la fórmula oficialista a Pichetto. El desconcierto se corrió entonces a la oposición.
Desde entonces, el cálculo era sencillo para la mayoría de los analistas, a partir de los datos ofrecidos generosamente por las encuestadoras. En las PASO, el Gobierno perdería por no más de 6 puntos, lo que le permitiría tomar carrera para otra derrota acotada en la primera vuelta y ganar por puntos la segunda. El desenlace asombró a todos: perdió por 15 puntos arrastrando a Vidal, la figura más prestigiosa de la política nacional. Reaparecieron los fantasmas de elecciones anticipadas, el reproche por no atender la sabia prescripción de la Constitución de 1994 sobre la distancia entre ambas vueltas para evitar la reedición de 1989; y las variables económicas volvieron a saltar por los aires. Era prácticamente imposible una solución compartida entre esos contendientes. Una coalición oficialista apesadumbrada, perpleja y al borde de la ruptura se predispuso a una derrota cuya dignidad quedó reducida a entregar el gobierno en tiempo y forma. En el peronismo, el entusiasmo condujo a paladear una elección que superara el techo histórico del 54% de 2011, devolviéndole un dominio hegemónico del sistema político.
Por debajo, la Argentina invisible e incógnita: la esperanza de pobres, trabajadores y de un sector sustancial de las clases medias de restaurar los dorados tiempos de Kirchner y la angustiada desesperación del no peronismo en torno de una restauración del régimen interrumpido en 2015. Los primeros, pisando fuerte el acelerador de las demandas acumuladas; y los segundos, movilizándose para recuperar la moral perdida. La concentración del 24 de agosto sorprendió a todos, empezando por un Macri que nunca creyó en esas prácticas que asociaba al plebiscitarismo de la vieja política. La emoción lo embargó, exaltando nuevamente ese costado humano que había exhibido en el Teatro Colón durante el cierre del G-20, asomándose al balcón de la Casa Rosada aunque volviendo a pronunciarse por las redes sociales. "Darla vuelta" era posible forzando a un ballottage merced a repetir la odisea en treinta puntos del país. Su éxito fue abrumador. Tanto, como su aprendizaje forzado de la indispensabilidad del contacto social sin la mediación engañosa de las redes, la big data y los focus groups. Mientras tanto, las encuestadoras nuevamente volvían a pronosticar una victoria de la oposición por no menos de veinte puntos...
El saldo está a la vista: no se pudo "darla vuelta", pero se remontaron casi ocho puntos al tiempo que sus contrincantes se estancaron en el techo de las PASO. Las sensaciones invertidas fueron tangibles en la noche del domingo: un macrismo sereno y aliviado pese a la derrota y un kirchnerismo alegre pero decepcionado; y hasta cierto punto desconcertado. El temido desbande económico del 28 no ocurrió y fue sustituido por el inimaginable encuentro entre los contendientes para trazar una transición todo lo normal posible. El optimismo típico de nuestra ciclotimia llevó a muchos a imaginar la reedición del bipartidismo perdido en 2001. Un pronóstico nuevamente apresurado sin formaciones políticas bien soldadas y en medio de una macroeconomía caótica y en una región que parece gobernada por el Joker. También aquí hizo de las suyas.