Riesgos de inestabilidad en el horizonte
Hasta la asunción del nuevo presidente, el escenario político presentaba, cepo mediante, una sorprendente y tediosa calma. Esto llamaba la atención por el contraste con las múltiples convulsiones recientes, incluyendo las que desestabilizaron países de la región con o sin trayectorias complejas en materia de gobernabilidad (como Bolivia y Chile). ¿Cómo se explica que un país caracterizado por su endémica inestabilidad, tanto macroeconómica como político-institucional, superara sin incidentes la instancia crítica de una alternancia en el gobierno? Una hipótesis tentativa es que, como en la práctica no hubo transición en términos de coordinación efectiva, por decisión de Alberto Fernández y a pesar de la buena predisposición del gobierno saliente, nunca se filtraron las decisiones controversiales que la nueva administración se disponía a tomar. Justamente por eso, analizando la experiencia internacional, los equipos de transición se limitan a recibir la información y empaparse de los asuntos más urgentes, mientras se preserva al nuevo equipo de gobierno. Esto, claro, si no impera la improvisación y ya está designado, cosa que con los Fernández no pasó: se fue armando sobre la marcha y con fuertes controversias.
Una hipótesis complementaria consiste en que los actores políticos y sociales con mayor capacidad de acción colectiva en espacios públicos y que protagonizan movilizaciones, protestas y episodios de violencia (sindicatos, movimientos sociales, pequeños grupos con ideologías radicalizadas, etcétera) integraban en su gran mayoría el Frente de Todos y percibían muchas chances de volver al poder por vía electoral. Para lograrlo necesitaban el apoyo de un segmento importante de las clases medias. Por eso Cristina cedió la candidatura presidencial a Fernández: intuía que le resultaría difícil, o imposible, reconquistarlas luego de tres derrotas duras (2013, 2015 y 2017). ¿Se habrá arrepentido de haberlo hecho? Disciplinados por su liderazgo y alineados tras la meta de ganar las elecciones, esos actores tuvieron un comportamiento casi ejemplar, incluso luego de las PASO, el momento de mayor debilidad de Macri.
Otra explicación posible es que, con la reunificación de casi todo el peronismo en el Frente de Todos (una capitulación de Cristina ante el aparato partidario que despreció durante toda su carrera política), se incorporó un importante número de dirigentes moderados (gobernadores, legisladores, intendentes, sindicalistas tradicionales, algunos con valores republicanos o democráticos, otros cultores del statu quo para mantener el control de sus organizaciones) como para disuadir cualquier comportamiento potencialmente desestabilizador. Es la dinámica típica de los partidos o movimientos policlasistas en contextos de competencia electoral: si quieren llegar y sostenerse en el poder, deben imperar –o al menos predominar– los segmentos menos polarizados.
Una última justificación es que la grieta tuvo efecto catártico al liberar presiones que de otro modo hubieran derivado en conflictos. Esta dinámica de conflictividad permanente que caracteriza a la sociedad argentina impide lograr acuerdos estratégicos sobre políticas de Estado y consensos sobre las reglas del juego, pero puede que evite cataclismos y el uso de la violencia, como ocurría de manera sistemática antes de la última transición a la democracia.
El 10 de diciembre la situación cambió y entramos en una vorágine de decisionismo en la que predomina, como de costumbre, el Poder Ejecutivo, en especial en gobiernos peronistas que buscan acumular instrumentos y recursos de poder. Pero el contexto es complejo y sobresalen cuatro amenazas. La primera es el escenario de incertidumbre que vive el sistema internacional: el impeachment en EE.UU., el Brexit, la guerra comercial y su impacto en el ciclo económico. Los conflictos se multiplican y las tensiones se acumulan. Ese mundo nos prestó una cifra récord y espera una respuesta lógica por parte del nuevo gobierno: es este el motivo principal del gran ajuste anunciado. Sin embargo, hasta ahora el hecho diplomático más significativo fue la recepción brindada por Cristina en el Senado a las delegaciones de Rusia y China, al margen del episodio con Mauricio Claver-Carone por la presencia del controversial Jorge Rodríguez. Y del polémico voto de la Argentina en el comité de derechos humanos de la ONU.
En la región, más allá del riesgo de contagio por las variadas turbulencias políticas y sociales, el mayor problema para la Argentina es la relación con Brasil: las políticas proteccionistas del gobierno, el fuerte incremento de impuestos y la devaluación afectan tanto las importaciones de ese país como el turismo. Bolsonaro y su ministro de Economía, Paulo Guedes, apuestan a reinventar un Mercosur más abierto, dinámico y competitivo: una agenda opuesta a la de Alberto Fernández, al menos en esta primera etapa, en la que busca defender, a lo Trump, "el trabajo de los argentinos". ¿Qué ocurriría si Brasil hiciera pesar su influencia histórica sobre Paraguay y la convergencia ideológica que tendrá con el Uruguay de Lacalle a partir de marzo para arrinconar a la Argentina? Un divorcio con nuestro principal socio estratégico tendría consecuencias catastróficas.
La segunda amenaza surge de la inusual arquitectura política doméstica. Aun sin el artículo 85, la ley de emergencia consagraría a Alberto Fernández como un hiperpresidente con más atributos, incluso, que los que gozaron Menem, Néstor y Cristina. Esto acotaría el margen de maniobra de la oposición y, paradójicamente, de la propia Cristina, que pavonea sus inusuales cualidades de hipervicepresidenta. ¿Podría estar en marcha una nueva "Guerra Fría" en lo que fue la fórmula presidencial, con foco en nada menos que la provincia de Buenos Aires? Se trata del territorio donde ella se juega su legado y su descendencia con sus dos principales delfines, Axel Kicillof y Máximo Kirchner. Estas tensiones entre el presidente y la provincia de Buenos Aires suelen terminar mal, como en los casos de Menem-Duhalde o De la Rúa-Ruckauf (con el apoyo del tándem Duhalde-Alfonsín).
La tercera amenaza es económica. Las medidas iniciales afectan sobre todo al campo, los jubilados y los sectores medios. Estos últimos vienen soportando una carga fiscal extraordinaria. El nuevo gobierno aplica la doctrina del "pierde, paga": el peso mayor del ajuste se lo carga a "Chetoslovaquia", la franja más productiva, menos pobre y mayoritariamente votante de Juntos por el Cambio. ¿Podría producirse una nueva rebelión fiscal como ocurrió con la 125? ¿Habrá un efecto recesivo como sucedió con José Luis Machinea en el inicio del gobierno de la Alianza? ¿Podrá evitarse, como pretenden Guzmán y Pesce, una nueva escalada inflacionaria?
La cuarta amenaza surge de nuestra dinámica sociocultural. El Presidente quiere superar la grieta y promociona una Argentina unida. Pero así como existe una inercia inflacionaria en el país, también hay inercialidad con la grieta: existen mecanismos relativamente autónomos que hacen que, lejos de aplacarse, la confrontación se mantenga estimulada y hasta pueda escalar. La distancia ideológica entre las partes es enorme y en muchos casos no hay interés ni flexibilidad para revertir esta dinámica confrontativa.
La actual estabilidad relativa, por lo tanto, se ve amenazada en múltiples frentes. Tal vez esto explica la premura y la contundencia con la que se está moviendo la nueva administración.