Respetar la Constitución está en la base de la convivencia política
A diferencia de las instituciones del derecho civil, que se remontan a las XII tablas del derecho romano, el derecho constitucional que nos concierne tiene su origen en las dos grandes revoluciones: la estadounidense y la francesa; los textos escritos de 1787 y de 1791 se caracterizaron por la ruptura con las monarquías y la fundación de las repúblicas representativas basadas en la soberanía popular. A fines del siglo XVIII, en tránsito desde la modernidad hacia la edad contemporánea, la ilustración y el iluminismo dieron marco a las nuevas ideas. Las constituciones modernas solo se entienden por el racionalismo, solo así cabe la abstracción de limitar el poder y resguardar los derechos esenciales de la persona humana. Sus críticos las disminuirían a una "mera hoja de papel", como visión permisiva de los poderes de hecho. Por el contrario, la Constitución escrita alcanza valor y efecto cuando una comunidad se somete voluntariamente al gobierno de la ley y no a la tiranía de los hombres.
La idea se sostiene desde hace más de 200 años. El Estado constitucional de derecho sigue siendo el bastión jurídico de las democracias occidentales, más allá de los cuestionamientos que enfrenta, se sigue definiendo como la "menos mala" de las formas de gobierno, en medio de un contexto de insatisfacción creciente en que las demandas de mayor igualdad se mezclan con utopías de independencia y añoranzas de autogobierno alimentadas por cambios tecnológicos en las redes de comunicación que abrigan ilusiones sobre una democracia digital aún impracticable.
Filósofos, sociólogos y cientistas políticos reivindican la democracia radical evocando utopías anarquistas ya probadas y otros tantos proponen fórmulas contradictorias entre sí, como la democracia deliberativa y la democracia inclusiva. En tanto, y a pesar de los garrotazos que recibe, nada supera el invento de la representación política. La democracia representativa, abierta a mayores niveles de participación, es el piso exigible tanto para el Convenio Europeo como para la Convención Americana de Derechos Humanos
Una idea propia de la modernidad genera dudas sobre su efectiva vigencia en tiempos posmodernos. ¿Seguirán existiendo las constituciones o son un concepto old fashion? El "neoconstitucionalismo" inició una cruzada iberoamericanista para sostener una obviedad redundante como la fuerza normativa de las constituciones. Le siguió el "constitucionalismo popular", impregnado de populismo, que desecha los presupuestos racionales por "formalistas" y "oligárquicos"; de manera que la relación emocional entre el líder y la masa convertiría en prejuicio burgués cualquier limitación del poder.
Son rotundos fracasos que están muy lejos de asegurar los derechos humanos de los ciudadanos, como el orden público y la paz social de sus países. Frente a ese panorama de barbarie recobra vigencia el artículo 16 de la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: "Una sociedad en la que no está establecida la garantía de los derechos ni determinada la separación de los poderes carece de Constitución".
Nuestra nación se conformó en 1853, a partir de la organización nacional, completada con la reforma de 1860, cuando Buenos Aires se unió a la Confederación. Allí se expresó el poder constituyente originario como suprema expresión de la soberanía. El poder reformador se ejerció en 1866, 1898, 1949, 1957 y 1994, esta última reforma, con amplio consenso partidario, fue la más extensa, consagrándose los valores y principios de nuestra historia, como el sufragio universal de la ley Sáenz Peña, de 1912, y la autonomía y el autogobierno de las universidades nacionales de la reforma de 1918, así como la ampliación de los derechos sociales del artículo 14 bis, manteniendo el ideal libertario expresado en el Preámbulo y la parte dogmática.
Tiene un alto valor simbólico, fundado en el respeto a su exitosa vigencia ininterrumpida en sus tiempos inaugurales, entre 1853 y 1930, y ya ha sido prenda de unión frente a las crisis. Claro que cuando sus normas no son cumplidas, la culpa no es de la Constitución. No nos ha ido bien cuando los distintos actores pusieron su propio interés por encima del interés general. Su rol esencial es la limitación al poder. Cuando se pretendió contabilizar el primer mandato para habilitar una segunda reelección consecutiva, hubo pronunciamientos judiciales que el presidente Menem acató. Una situación similar ocurrió en Colombia cuando los partidarios del presidente Álvaro Uribe impulsaron un referéndum sobre un tema prohibido por la Constitución de 1991, como es la reelección indefinida, y la Corte Constitucional lo prohibió en un pronunciamiento ejemplar.
Algo muy diferente a lo sucedido recientemente en Bolivia, donde el expresidente Evo Morales desobedeció la Constitución de la República Plurinacional de Bolivia, cuyo texto él mismo impulsó y que también prohíbe una segunda reelección. Forzó las cosas impulsando una consulta popular, que le resultó negativa. Ante esta situación, recurrió a un argumento por fuera de su propia Constitución ante la Corte Suprema de Justicia, que él mismo había nominado. En síntesis: un verdadero catálogo sobre cómo violar la Constitución, a cargo de su primer mandatario, incómodo con los presupuestos racionales y apelando a argumentos ideológicos. Un pésimo precedente que ha generado una situación muy conflictiva en un país hermano.
En Chile, la ausencia de un poder constituyente popular, a partir de la transición desde la dictadura hacia la democracia tutelada por los partidos de la concertación, no ha podido ser soslayada, aun con reformas parciales del texto constitucional de 1980, ni tampoco con un importante crecimiento económico, aunque de marcado perfil capitalista y carente de políticas sociales de contención en materia de salud y educación. La Constitución chilena, aun con reformas importantes como las de 1988 y 2005, fue impulsada por Pinochet, quien murió siendo senador vitalicio.
Para abril se ha convocado una consulta sobre la convocatoria a nueva convención constituyente. Persisten dudas sobre la confianza que habrá o no de depositarse en el pueblo, ya que algunos sectores proponen que la mitad de aquella esté integrada por miembros del actual Congreso. Las minorías agazapadas deberían revisar las lecciones de la historia, no habrá verdadera Constitución sin pleno ejercicio de la soberanía popular.
Son ejemplos descarnados, demostrativos de la importancia que sigue teniendo el cumplimiento de la Constitución como pacto fundamental de la convivencia política y como punto de partida de los grandes acuerdos. Ante tiempos confusos se requieren certezas que hagan posible el "contrato social" (Rousseau), "el proyecto sugestivo de vida en común" (Ortega y Gasset) o "la nación hecha ley", como la definiera nuestro gran Juan María Gutiérrez.