¿Podrá Alberto Fernández resolver las diferencias internas de su coalición?
El peronismo parece haber pasado del "todos unidos triunfaremos" al "todos peleados gobernaremos"; pero la disputa no contribuye a mejorar el panorama político y económico
"La herencia era sin dudas muy compleja", afirma uno de los principales referentes opositores. "Para superarla, era necesario recuperar la confianza con un programa de gobierno focalizado en la crisis económica, un equipo solvente y experimentado y, en especial, coordinación política y de gestión para evitar los errores no forzados". La conclusión preliminar, transcurridos dos meses de gobierno, es que hasta ahora no se cumplió ninguna de estas tres condiciones. Por eso, todo indica que el escenario, a diferencia de lo que afirmó Martín Guzmán el miércoles pasado en el Congreso ("esto está funcionando", remake del "estamos mal, pero vamos bien"), se puede complicar bastante antes de que mejore. "En este escenario de incertidumbre política y turbulencia en los mercados, no hay chance de recuperación económica", afirmó como síntesis de su visita el estratega senior de un importante fondo de inversión.
¿Qué debería ocurrir para que este gobierno corrija el rumbo mientras tenga margen de maniobra? ¿Cuál podría ser esa señal temprana que convenza al Presidente de que son esenciales un programa explícito y bien comunicado y un equipo económico con al menos algunos integrantes que comprendan en serio cómo funcionan los mercados? ¿Qué hace falta para que Alberto Fernández admita que desplegando esa costosísima táctica del "ensayo y error" (que en la práctica es más error que ensayo) consume a un ritmo acelerado el capital político acumulado con las elecciones?
Como ocurrió con Mauricio Macri, el actual mandatario podría caer en un estado de autocomplacencia: suponer que, contrariamente a lo que muchos opinan, su gestión hace las cosas relativamente bien. Las similitudes entre ambos gobiernos no se reducen a ese aspecto. Los dos se vieron obligados a lidiar con los problemas fiscales estructurales que arrastra desde siempre el Estado argentino, agravados durante el kirchnerismo con el derroche irresponsable de recursos, por ejemplo, con el atraso de las tarifas de servicios públicos o el subsidio al turismo y el consumo suntuario (incluyendo autos importados) para los sectores más adinerados. Esto profundizó la estanflación y, sumado a las torpezas de Cambiemos, precipitó una nueva crisis de la deuda.
Otro elemento en común, para nada menor, es que ambos se encargaron de demostrarles a los argentinos que una cosa es ganar en las urnas y otra muchísimo más compleja es gobernar. No es que lo primero sea sencillo: la mayoría de los candidatos en cualquier elección regresan cabizbajos a sus hogares. Pero ¿cuántos gobiernos realmente terminan su mandato con la satisfacción de que una mayoría de ciudadanos lo considera, sino exitoso, mínimamente efectivo, capaz y transparente? Sociedades cada vez más polarizadas y agendas de gobierno exigentes crean un combo virtualmente explosivo. Si a eso se suman las limitaciones personales de la enorme mayoría de los líderes contemporáneos, es evidente que a pesar de las intenciones y del esfuerzo, el éxito en la gestión pública es algo bastante improbable.
Un elemento que distinguió a Cambiemos fue, contrariamente a lo que muchos suponían, su capacidad para mitigar las diferencias internas para evitar el colapso de la coalición. Aun a partir de la crisis de abril de 2018, el objetivo de terminar el mandato aglutinó a los integrantes de la coalición. De hecho, cada vez que ventilaba sus críticas y diferencias, Lilita Carrió aclaraba: "Yo no rompo". La crisis actual es sin duda mucho peor. Sin embargo, el presidente Fernández debió salir en persona por los medios para retar a los integrantes de su propio espacio, dispuestos a revelar públicamente sus múltiples diferencias internas. Aquel mandato cumplido del "todos unidos triunfaremos" se transmutó en un inasible "todos peleados gobernaremos". Esto le agrega más impotencia a un gobierno que se encajonó a sí mismo en el pantanal de la deuda.
Es cierto que las divergencias son intrínsecas a toda actividad humana, sobre todo en política, tanto en la Argentina como en el resto del mundo. Las disputas internas aparecen aun en las dictaduras más férreas. Basta recordar el plebiscito de octubre de 1988 en Chile, que precipitó la transición a la democracia en aquel país: los segmentos más institucionalistas de las Fuerzas Armadas, liderados por el general Fernando Matthei, se apuraron a reconocer la derrota ante la eventual amenaza de que Pinochet desconociera los resultados e intentara perpetuarse en el poder. Ni hablar de los enfrentamientos violentos en la Argentina entre Azules y Colorados a comienzos de la década de 1960. Al menos en teoría las democracias tienen más capacidades para resolver esas disputas internas a través de una autoridad legítima con el poder necesario para contenerlas o disuadirlas, si no es posible evitarlas.
En el actual contexto se cruzan y combinan una multiplicidad de clivajes o fallas tectónicas que permiten comprender los cimbronazos que a diario se evidencian en el Frente de Todos. La primera y tal vez la principal la constituyen los múltiples dilemas de coordinación en un país que carece de acuerdos básicos sobre políticas de Estado. Estamos empecinados en profundizar nuestra decadencia por carecer de un plan estratégico. Incluso llegamos al absurdo de que tal vez nuestro principal consenso sea pelearnos por cualquier cosa. Con un Estado tan gigantesco como ineficiente, un capitalismo que anda a dos cilindros y una democracia que falla por donde se la mire (aunque en este aspecto la Argentina no es la excepción), resulta virtualmente imposible encastrar los diferentes engranajes de las políticas públicas en los niveles nacional, provincial y local, entre los tres poderes del Estado y a menudo dentro del propio Poder Ejecutivo.
Como consecuencia de las restricciones que impone nuestro hiperpresidencialismo, la Argentina suele esperar que todo lo arregle el número 1. Pero ocurre que en este caso Alberto Fernández no cuenta con los recursos necesarios para ejercer esa función. La dueña de al menos un porcentaje mayoritario de los votos del FDT es Cristina. Alberto también carece de territorio y no tuvo tiempo para acumular legitimidad de ejercicio, sobre todo con logros en materia económica. Por algo tocó La balsa con la guitarra que le regaló Macron: "Estoy muy solo y triste acá en este mundo, abandonado".
Puede argumentarse que existen diferencias ideológicas y de intereses, también inherentes a los sistemas democráticos, en especial cuando se trata de gobiernos de coalición. Esto es particularmente habitual en materia de puja por recursos fiscales, sobre todo (pero no únicamente) entre las provincias. Con una sociedad acostumbrada a capturar rentas del Estado más que a competir en el mercado y en un contexto de profunda restricción presupuestaria, estamos metidos en una disputa distributiva feroz, alimentada por la larga estanflación: cada vez tenemos menos para repartir entre más población. A propósito, el ministro Guzmán no parece haber tenido dificultades para aclimatarse rápidamente a la mediocridad que impera en el ecosistema político vernáculo. Su ingenua satisfacción al afirmar sonriente en el Congreso que su gobierno "estaba del lado de la gente" contradice en la práctica toda su formación académica de excelencia: si hubiera aplicado esos criterios simplistas y superficiales en sus modelos analíticos, jamás habría llegado adonde llegó. No son necesarias esas grageas de populismo para empatizar con los diputados o con las audiencias de televisión.