¡Paren el mundo, que la Argentina se quiere bajar!
La suspensión de la ley de economía del conocimiento priva a nuestro país de una gran herramienta para fomentar la innovación y combatir la pobreza
Hay cinco cosas que las naciones más ricas, modernas y con mayor bienestar de Oriente y Occidente comprobaron en las últimas décadas: 1) que el capitalismo y la economía de mercado son los sistemas económicos que mayor riqueza y equidad generan, a pesar de sus notorias falencias; 2) que la economía centralizada y planificada fracasó de acá a la China (literalmente); 3) que la globalización llegó para quedarse; 4) que un tsunami tecnológico está rediseñando el planeta a una velocidad sin precedente; 5) que los países que no logren encontrar su lugar en esta Cuarta Revolución Industrial impulsada por la innovación científico-tecnológica quedarán más empobrecidos, atrasados y vulnerables que nunca.
¿El presidente Alberto Fernández y sus ministros habrán tomado nota de estas realidades puras y duras? ¿O, como Cristina Kirchner y su hijo dilecto Axel Kicillof, seguirán teorizando y flirteando con las bondades de la tercera vía, la revolución cubana, el antiimperialismo y la resistencia a la globalización? ¡Si hasta China, un país comunista que hace 40 años era un gigante empobrecido y aislado como la isla de los Castro, abrazó el capitalismo y hoy es una potencia global que disputa el liderazgo tecnológico y económico de Estados Unidos! ¿Qué esperamos los argentinos para entender y aceptar esta realidad? Con la calidad y capacidad de nuestros científicos y emprendedores podríamos convertirnos en un polo mundial de innovación en 20 años y salir de las crisis y la pobreza.
En este contexto es preocupante que el ministro de Producción, Matías Kulfas, haya suspendido la entrada en vigor de la ley de economía del conocimiento. Una ley fundamental que sancionó el Congreso en mayo pasado, con el apoyo de todos los bloques, a excepción del Partido Obrero. Su objetivo es alentar el desarrollo y la
modernización de industrias y empresas grandes y pequeñas de todo el país, que incorporen inteligencia artificial, robótica, nanotecnología, biotecnología, tecnología nuclear y espacial, neurociencias y talento argentino a su producción y exportaciones.
El ministro Kulfas está por enviar un nuevo texto al Congreso que modifica la ley aprobada, para que favorezca con reducciones impositivas y laborales principalmente a las pymes y limite los beneficios a las grandes multinacionales, sean argentinas, como Mercado Libre y Globant, o extranjeras, como Accenture y J. P. Morgan. Estas generan el grueso de los US$6000 millones que exportamos en tecnología y conocimiento por año.
"Con la pobreza que hay, ¿por qué el Gobierno va a subsidiar a Marcos Galperin, el hombre más rico de la Argentina?", preguntan unos. "Hay muchas pymes y empresas de otros sectores que la están pasando mal, ¿vas a apoyar a las multinacionales", exclaman otros. Estos argumentos parecen razonables, pero dejan de lado un dato fundamental: si queremos terminar con la pobreza, la falta de creación de trabajo genuino y las crisis económicas recurrentes, tenemos que generar mucha más riqueza. Países que partieron de situaciones mucho peores que la nuestra comprendieron que en esta era el desafío consiste en producir y exportar productos y servicios de alto valor tecnológico. Israel, Irlanda, Corea del Sur, Estonia, Islandia, Singapur y China, entre otros, muestran ese camino.
Como primer paso sedujeron con beneficios especiales a las grandes multinacionales, como Apple, Microsoft, Intel, IBM y Google para crecer rápidamente y aprender de ellas. Lo contrario de lo que el gobierno querría hacer ahora, poniendo cupos a las empresas con miles de empleados. Por otro lado, las compañías exportadoras de servicios y tecnología ya están siendo castigadas con un 5% de retenciones, una carga impensada en países que lideran la economía del conocimiento o que aspiran a hacerlo.
Irlanda, por ejemplo, era la hermana pobre de Europa hasta fines de los años 80, cuando comenzó una gran reforma económica que tuvo como pilar la apertura a la inversión extranjera y la reducción del impuesto a las ganancias corporativas al 10%. Se convirtió en la base de operaciones de las principales multinacionales tecnológicas. Hoy, gracias a un acuerdo social entre partidos, empresas y sindicatos que lleva décadas, y a una gran reforma educativa, tiene el quinto entre los mayores PBI per cápita del mundo: US$77.000 por habitante.
Otra política que alentaron los países asiáticos fue el desarrollo de multinacionales propias, como la surcoreana Samsung y la china Huawei, que están poniendo en aprietos no solo a Apple, por la primacía de sus celulares inteligentes, sino a los Estados Unidos, que teme perder su poderío tecnológico global. Hicieron lo opuesto de lo que sugiere el dirigente social Juan Grabois: demonizar a las multinacionales nacionales "demasiado exitosas". (Estas diatribas anacrónicas, además, remiten a la lamentable lógica montonera de los años 70, que secuestraba, extorsionaba y asesinaba ejecutivos en nombre de la revolución).
Por contraste, veamos, qué dijo hace pocos días en el Foro de Davos Ren Zhengfei, CEO de Huawei, la compañía que obsesiona a Donald Trump: "Huawei hoy es muy exitosa en gran medida porque aprendimos del sistema de management norteamericano. Desde el día uno contratamos compañías estadounidenses para que nos enseñaran a gerenciar nuestras operaciones. Nuestra gestión es muy americana. Desde este punto de vista, Estados Unidos no debería preocuparse por nosotros, sino estar orgulloso".
El caso chino tiene importantes lecciones económicas para países que necesitan, como nosotros, sacar rápidamente a millones de personas de la pobreza. En 1978, cuando comenzó su apertura internacional, China padecía hambrunas severas y el PBI per cápita era de apenas de US$200 al año. Desde entonces, 800 millones de personas salieron de la pobreza y el PBI per cápita se multiplicó exponencialmente: hoy es de US$10.000 por habitante, similar al argentino. ¿La diferencia? Ellos crecen y nosotros retrocedemos.
Deng Xiaoping, el padre de las reformas, en 1987 instaló esta visión rectora: "Para conseguir la verdadera independencia política uno debe salir primero de la pobreza". De joven, Deng Xiaoping trabajó en Renault en Francia, vivió en Moscú y, más tarde, vio el asombroso desarrollo económico de Taiwán, Singapur y Hong Kong. Esto lo convenció de que China debía abandonar el aislamiento, la lucha de clases y la economía cerrada y centralizada.
Admito que el modelo político de China para mí es condenable, porque es una dictadura policial que viola derechos humanos elementales. Pero sus lecciones económicas son muy útiles para la Argentina, donde gran parte de la dirigencia política e intelectual progresista mantiene un fuerte apego a viejas ideas anticapitalistas y antiimperialistas más propias de la Guerra Fría.
"Paren el mundo, que me quiero bajar", decía Mafalda en los años 70, afligida por los conflictos que asolaban a nuestro planeta. Y es verdad, la realidad es compleja. Pero a estas alturas los argentinos deberíamos haber comprendido que el mundo avanza a pasos acelerados, que no nos podemos bajar ni, mucho menos, atrasar el reloj para que se amolde a nuestras preferencias. Esperemos que el presidente Fernández y su ministro Kulfas, que tienen importantes decisiones entre manos, lo hayan comprendido.