Nanodepartamentos, o la vida encapsulada
Todas las habitaciones de esta casa caben en una sola habitación". Así reza la placa de letras blancas sobre fondo negro con la que Buster Keaton inicia una antológica escena del cine mudo en su film The Scarecrow, anticipándose en un siglo a la posmodernidad. El film despliega una imaginativa interacción entre dos personajes que conviven en esa "casa", donde los muebles son multifuncionales: tocadiscos/estufa, biblioteca/heladera, cama que se adosa a la pared descubriendo un órgano de tubos, y una multitud de objetos que cuelgan y se desplazan en el aire con precisión, permitiendo a sus moradores satisfacer las necesidades de la vida cotidiana en un espacio mínimo. Hoy, esa irónica fantasía cinematográfica de la vida moderna se ha vuelto realidad con la aparición de los micro o nanodepartamentos.
Uno de los antecedentes de esta tendencia fue la muestra Making Room (Hacer Lugar), que en 2013 realizó el Museo Metropolitano de Nueva York: un experimento en el que durante cinco días un individuo diferente vivía a la vista de todo el mundo en un microapartamento de 30 metros cuadrados. La idea era demostrar que la calidad de vida no se resentía por habitar una vivienda más pequeña de lo normal y que con un buen diseño interior, muebles y equipamiento bien elegidos, y una selección inteligente de pertenencias personales, era posible construir un hábitat satisfactorio.
Desde entonces, la idea se extendió a varias zonas de la ciudad. La isla de Manhattan está rodeada por el East Side River y el océano. No puede expandirse más allá de estos límites. Y si bien la ciudad de Nueva York tiene otros cuatro condados, quienes pretenden vivir en Manhattan ven crecer proporcionalmente el valor relativo de los inmuebles. Aunque sin utilizar mecanismos compulsivos como los empleados por la dictadura militar en Buenos Aires, los neoyorquinos también consiguieron desplazar una gran proporción de su población marginal hacia otras partes, sobre todo por la vía de la "renovación urbana", que integró zonas degradadas y barrios -como Harlem- antes considerados "peligrosos". Este fenómeno, al que se alude como "gentrificación", comenzó en el Soho, siguió en Murray Hill y va sumando nuevas zonas que acrecientan la demanda residencial por parte de una población más afluente, expulsando a los sectores sociales menos pudientes.
Uno de los mecanismos que descubrió el "mercado" para satisfacer esta demanda fue la construcción de microdepartamentos. En 2016, el mercado neoyorquino celebró que se modificaran las restricciones del código de edificación, fijando en 33 m2 el tamaño mínimo de una unidad de vivienda. El complejo Carmel Place fue el primer emprendimiento que inauguró la nueva corriente edificadora, y todo hace suponer que esta modalidad edilicia no hará sino crecer. Pero el de Nueva York no es un caso único ni extremo.
Hong Kong es otra isla, mucho más congestionada que Manhattan, un enclave en el que habitan más de siete millones de personas en muy poco espacio. Siguiendo una tendencia iniciada en Japón hace más de medio siglo, Hong Kong ha venido reduciendo el tamaño de las viviendas para resolver su extraordinaria escasez y sus inalcanzables valores. Como en Vancouver, París y otras grandes urbes, se ha expandido la oferta de "nanozulos", o nanodepartamentos, cuya superficie oscila entre 15 y 30 metros cuadrados. Con precios de las viviendas inalcanzables, una solución posible son las viviendas sociales, pero conseguirlas puede suponer hasta cinco años en la lista de espera oficial. Un piso de 27 metros cuadrados puede costar más de 650.000 euros en el nuevo distrito de Sai Ying Pun, en el oeste de la isla. Además, los precios de los alquileres en Hong Kong son los más altos del mundo. Por lo tanto, quienes pretenden vivir en la ciudad deben resignarse a hacerlo en superficies inimaginables. Las vedettes más recientes son los departamentos de 5,7 m2, más pequeños que el espacio de una celda, construidos en un coqueto barrio residencial de la ciudad. Constan de cocina, baño y una cápsula para dormir. Y para alquilar, por unos 400 dólares mensuales, puede accederse a unas camas-cápsula de 90 cm de ancho, aire acondicionado, luz e internet independiente, con cocina, baño y zona común compartida.
Buenos Aires también acaba de modificar, en su nuevo código de edificación, la superficie mínima construida, que con 18 m2 apenas supera la mitad de la neoyorquina. En diversas entrevistas, los desarrolladores de estos minidepartamentos confiesan, sin tapujos, que la inversión en estas unidades mejora notablemente la rentabilidad, ya que permite alquilarlas al mismo valor que las de mayor tamaño. Un mensaje claramente dirigido a potenciales inversores y rentistas, más que a los futuros habitantes de esos espacios. Es que la lógica del mercado solo admite el argumento de la ganancia. Las empresas inmobiliarias no solo han aprovechado esta tendencia, sino que han sido sus activas propulsoras. Incluso han imaginado, aquí y en el resto del mundo, una épica según la cual vivir en nanodepartamentos es cool, trendy, ya que la casa solo debe servir para dormir. Con estos eslóganes pretendieron hacer de una necesidad una virtud.
Ni el Estado ni el mercado toman nota de los posibles efectos de esta tendencia sobre el bienestar de la población residente en estos habitáculos. Se supone que el hogar es un refugio seguro, un lugar de convivencia en que pasamos habitualmente la mayor parte de nuestra existencia. Tener que desplazarse en espacios pequeños sorteando objetos, doblando camas o colgando mesas no solo genera claustrofobia, sino que además termina deteriorando la calidad de vida, al tener que elegir entre el amontonamiento físico del mobiliario y el amontonamiento social de los lugares comunes que suelen ofrecer estos palomares urbanos. Disciplinas como la psicología ambiental o la educación urbana están estudiando los efectos devastadores que puede producir la vida en estos microambientes. Tal vez puedan resultar atractivos para jóvenes recién independizados de los hogares paternos, pero no para matrimonios con hijos o, en general, para personas que están dejando atrás la etapa de la juventud.
Pocos mercados, como el de la vivienda en las grandes urbes, se ajustan tan fielmente a las leyes de la oferta y la demanda. Y aunque Buenos Aires no es una isla, como lo son Manhattan, Hong Kong o Singapur, sus 203 km2 encerrados entre un río y una avenida la convierten en una isla virtual, donde el valor de la tierra solo está destinado a crecer por acción de una demanda siempre insatisfecha. Por lo visto, las políticas estatales no han conseguido regular la producción del suelo ni asegurar la permanencia en la ciudad de los sectores sociales a los que la gentrificación y la valorización inmobiliaria tienden a expulsar continuamente. Buenos Aires se ha constituido en un escenario de lucha por la apropiación del suelo, sin enfrentamiento abierto entre clases ni presencia reguladora del Estado, pero con su complicidad por omisión, en la que desarrolladores, inversores y financiadores han sido los reales artífices de la producción del suelo y el espacio urbano.
Investigador superior del Conicet y de Cedes