Más que nunca, el otro debe ser nuestra prioridad
Fue Marta López Gil, admirada profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, quien me introdujo al pensamiento de Emmanuel Lévinas.
Siento hoy la necesidad de compartir el humanismo de este hombre judío que sobrevivió al genocidio nazi confinado en un campo de concentración en el que fue asesinada su familia, a pesar de lo cual, lejos de todo rencor u odio, supo legar a la historia de la filosofía lo inesperado: el otro como prioridad. No perdonó a Heidegger, de cuya filosofía había abrevado, su afiliación al nacionalsocialismo porque un hombre dedicado al pensamiento no debe comulgar jamás con lo condenable. Y si Heidegger lo hizo, es porque su filosofía del ser tiene que ver con la voluntad de poder y el egoísmo. Lévinas elige el camino opuesto: ya no la filosofía como ontología, sino la ética como filosofía primera. La ética registra al otro que está ahí antes de todo conocimiento. Lévinas propone acogerlo para responsabilizarme de él. Comprende a la filosofía, ya no como amor a la sabiduría, sino como una sabiduría que nace del amor.
Nada más propicio que su pensamiento para este tiempo argentino de grieta y desencuentro pertinaz.
Nos espera una tarea de índole espiritual, en la que debemos comenzar por hacernos responsables del otro. Y esto requiere la observancia de protocolos de conducta. "El protocolo es una ética de las formas", me dijo una profesora de Protocolo y Ceremonial. Quienes hoy asumen la administración del Estado con la misión de rescatar a la Nación de una de las peores crisis de su historia deberán observar esa ética de las formas que ayude a mitigar la irritación en la que está sumida la sociedad. La palabra de un funcionario, la entonación con que la expresa, repercute socialmente. Quienes gobiernan deben poner sus capacidades al servicio del bien público, y no hacer del espacio público un escenario desde el cual imponer sus ideologías o caprichos. El protocolo preserva a la República de los atropellos personales o grupales. La sociedad necesita buenas políticas de Estado y no porfías partidistas.
Por lo demás, bien sabemos que la objetividad es una aspiración y que toda opinión está siempre permeada por la subjetividad. Aun así, urge que los intelectuales asuman un mayor compromiso con la ecuanimidad, interponiendo entre ellos y los temas que abordan una distancia emocional que evite proselitismos. Las opiniones militantes de un lado y del otro hacen demasiado daño a la sociedad, al intentar encolumnarla tras sus posiciones no siempre desinteresadas. Según Lévinas, el mayor obstáculo de la ética es el interés. Y no porque sea condenable en sí. De hecho, la sociedad es un espacio siempre tensionado por intereses en pugna. Pero cuando el interés es la vara ética, se potencia el deseo de imponerlo aniquilando al otro. El interés como medida de toda acción conduce a la violencia, a la guerra, a las muertes. Lévinas propone una ética del otro desde el desinterés. Acogerlo sin esperar nada a cambio y sin querer subsumirlo a la verdad propia hasta su aniquilación. Formado en la tradición hebrea, para Lévinas el otro es el huérfano, la viuda, el extranjero. Es el que no soy yo, pero que me interpela con su sola presencia, me abre el Infinito. Me conduce a Dios. Porque Dios se muestra en el rostro del otro. Acogerlo me rescata de mi pobre finitud, de mi imperfección.
En este largo peregrinar por el fracaso, los argentinos hemos desnudado nuestra imperfección más bestial. Desconocemos contumazmente la razón del otro y nos obstinamos en nuestra sinrazón sin más razón que el odio. Pregonamos la justicia, pero anhelamos la venganza. "La esencia de la razón -dice Lévinas- no consiste en asegurarle al hombre un fundamento y poderes, sino en cuestionarlo y en invitarlo a la justicia". El día en que, trascendiendo amores y aversiones, sintamos la necesidad de ser justos, habremos madurado como sociedad. Tienen los jueces la obligación taxativa de ser íntegros; los políticos, de ser honestos y de no usar el poder para la represalia. Le cabe al ciudadano el deber cívico de aceptar al otro en su alteridad, desterrando para siempre las plazas de los improperios y los escupitajos.
Es hora de trabajar seriamente en nuestra dimensión ética. Para ello, deberemos acogernos unos a los otros. Dijo Voltaire: "Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a decirlo".
El presidente Alberto Fernández tiene por delante la tarea primordial de paliar la irritación social. El Ministerio de Cultura y los medios estatales de comunicación deben garantizar la pluralidad expresiva y sortear la tentación del adoctrinamiento y de la imposición ideológica. La cultura puede ser el gran puente que se tienda para el reencuentro de los argentinos. Por su parte, la sociedad opositora debe saber aceptar al gobierno legítimamente elegido reconociendo aciertos y ejerciendo la crítica constructiva. Y hacerlo con júbilo, porque en la alternancia no ha ganado uno sobre otro; ha ganado la democracia, que debe ser un camino de superación de errores, maduración cívica y perfeccionamiento republicano.
En alas del odio, hemos cometido excesos, siendo todos responsables por igual de esta decadencia político-social en la que la grieta es una herida sangrante que va a ser difícil suturar. Lograrlo debe ser la primera política de Estado de este gobierno, y el más significativo esfuerzo de cada individuo. Dijo el papa Francisco que ciudadano es el individuo comprometido con el bien común. En ese bien común, el otro debe ser hoy más que nunca nuestra prioridad en pos de la paz social: suelo indispensable para el desarrollo. Depongamos el odio; vivamos la diversidad nacional con compromiso y alegría. Y ustedes, hombres y mujeres que hoy toman las riendas de la patria, sean probos, gobiernen para toda la sociedad. Gobiernen para la Argentina. Y gobiernen bien.
Escritora y presidenta del Capítulo Argentino del Club de Roma