Más ideas y menos caudillos
Se dice a veces que la democracia está en crisis. Es cierto: esta forma de gobierno, que es la que preferimos y que tanto ha costado recuperar, funciona en la práctica de una manera bastante lejana a aquella que la teoría propone. Esto ha sido muy repetido, a menudo para que unos echen la culpa a otros y viceversa, generalmente con razón.
Más allá de las conocidas responsabilidades históricas, es posible identificar ciertos factores de ese deterioro. Uno es la sustitución (o, en el mejor de los casos, la síntesis) de las ideas en la persona de los candidatos, dirigentes o caudillos, cuyo carisma (capacidad de seducir a los ciudadanos) constituye un capital político mucho más importante que el valor de sus propósitos o la seriedad de sus propuestas. Consecuentemente, el sentido de la gestión deseada, proclamada, ejercida o fingida queda oscurecido frente a la opinión pública, borroneado por anécdotas personales, denuncias a veces hiperbólicas, datos controvertidos más allá de su verificación o refutación y continuas convocatorias a la fe y a la unidad en torno a sentimientos excluyentes.
En diversos países, los ciudadanos observan que su democracia no funciona de manera satisfactoria, como resultado operativo de la voluntad colectiva de los pueblos. Es posible conjeturar que los electores entregan allí su confianza a los candidatos, creyendo en sus agradables promesas, y luego se desilusionan o se indignan cuando la realidad no responde a sus expectativas. Por cierto, la práctica del gobierno depende de numerosos factores cuya entidad, magnitud e interrelación no se hallan al alcance de la mayoría de los ciudadanos y, en no pocos casos, tampoco son previsibles para los propios gobernantes. ¿De qué expectativas hablamos, pues?
Es difícil imaginar una solución adecuada y definitiva. Sin embargo, podríamos pensar en cambiar el centro de gravedad de la democracia, desplazándolo de los representantes a los planes políticos e introduciendo en el sistema un control de racionalidad.
Supongamos que los distintos partidos, antes de designar a sus candidatos, formulan propuestas detalladas de su plan político para la comunidad. Supongamos que se les pide que lo hagan con detalle, tomando en cuenta datos y estadísticas reales y señalando concretamente cuáles son las actitudes que sugieren frente a cada tema relevante y que ninguno de ellos omita aclarar sus propuestas respecto de alguno de tales temas.
Sigamos suponiendo que todos esos planes diversos son profusamente publicados y sometidos no solo a la crítica pública para debatir su aceptabilidad valorativa, sino también al análisis académico para controlar su coherencia interna y el grado de su factibilidad, habida cuenta de los datos reales.
Imaginemos ahora que cada ciudadano da su voto al plan político de su preferencia teniendo en cuenta los resultados de aquel doble debate; se abre entonces una instancia de negociación entre los planes más votados para buscar acuerdos, y, en definitiva, una segunda vuelta electoral establece con claridad el plan a desarrollar. A partir de allí, los funcionarios que hayan de llevarlo a cabo no dependerán tanto de su carisma o popularidad personales, sino de su compromiso con el programa ganador y su capacidad para ejercerlo en la práctica.
Tal vez todo esto sea utópico: poderosos y conocidos factores se opondrían a esta sugerencia. Pero ¿no valdría la pena pensarla?
Director de la Maestría en Filosofía del Derecho, UBA