Los límites del pragmatismo
Al término de El opio de los intelectuales Raymond Aron escribió: "Hagamos votos por la llegada de los escépticos, si ellos han de extinguir el fanatismo". Como dirá en sus Memorias, la expresión no apuntaba a la pérdida de toda fe, sino a que los pensadores, aventadas las profecías de salvación en la tierra, desistieran de justificar lo injustificable.
El fanatismo es una entre muchas maneras de justificar lo injustificable, y fanáticos los hay de todos los colores. Pero una evidencia común los une: que la idea, el credo religioso, la bandera, el partido o el liderazgo con que se identifican no admiten claroscuros, pues nada hace mella en una lealtad tan incondicional como ciega. Así, que una periodista de inocultable filiación política pudiera admitir tiempo atrás, en un programa de audiencia masiva, que "la corrupción no invalida un proyecto político", es algo que no debería sorprendernos.
Si el fanatismo puede ser concebido como un vicio ideológico, el pragmatismo ramplón, meramente oportunista y camaleónico, es un vicio moral mediante el cual también se puede justificar lo injustificable. Es este el pragmatismo que parece propagarse en algunos rincones de nuestra política, donde se tejen en secreto o a plena luz acuerdos que en otro contexto hubieran resultado improbables. ¿El objetivo? Vencer a Macri en las elecciones y vencerlo a como dé lugar, faltando a la palabra si es necesario, fabricando verdades, o mostrándose impasible frente a cuanta denuncia o fallo adverso de la Justicia comprometa a los potenciales aliados y sus pingües fortunas.
A estos extremos llega la política cuando se vuelve ajena a toda intención de ser juzgada con criterios de bondad o de maldad, de decencia o descaro. Una interpretación no maquiavélica de Maquiavelo nos enseña que el príncipe debe incurrir en acciones moralmente dudosas solo después de haber agotado el camino del bien y en situaciones extremas, que es precisamente cuando, desde algunas lecturas, la esencia de la política se manifiesta.
Max Weber tampoco creía que la moral de la responsabilidad estuviera en un todo vacía de convicciones. Lo que postulaba era un compromiso razonable entre responsabilidad y convicción entendidas como "elementos complementarios" que han de concurrir en la auténtica vocación política. Porque aun quien actúa responsablemente previendo las consecuencias de sus decisiones no debería perder, añadía Weber, la capacidad de decirse a sí mismo "aquí me detengo" en ocasiones cruciales.
Pero en esta Argentina atribulada, sin horizontes ni ideales que la trasciendan, que parece marchar a tientas por la senda de una secular involución, las convicciones se desvanecen y el pragmatismo, vestido de rejuntes o alternativas diversas, negocia espacios con los máximos sospechados de un gigantesco y organizado latrocinio que, asociación ilícita mediante, asoló hasta hace poco a nuestro país.
No es por un plato de lentejas, por cierto, sino por millones de votos que se instala esta estrategia. Y la magnitud del objetivo lo permite todo. Entretanto, movidos por el miedo unos, con renovada confianza otros, quienes no pactamos con la corrupción ni nos resignamos a convivir con ella tenemos por delante un enorme desafío. A pesar de todos los pesares que nos afligen, de la pobreza, la recesión y tantas expectativas frustradas, de nuestra decisión dependerá en gran medida que se pueda poner fin a la impunidad evitando que nuestra República, en manos de "vivos" y saqueadores, vuelva a ser nuevamente un despojo.
Profesor de teoría política