Los riesgos hegemónicos en el horizonte poselectoral
No fue la única ni la primera, pero el impulso hegemónico de Cristina luego de la victoria en las elecciones de 2011, las del 54%, está fresco en la memoria: el vamos por todo, la idea refundacional de que la Argentina había comenzado el 25 de mayo de 2003, la tabula rasa respecto del pasado y una ambiciosa construcción política y cultural apoyada en un hiperestatismo. La cercanía temporal más la presencia de la protagonista de esa saga en la fórmula del Frente de Todos generan inquietud respecto de la eventual conformación de un gobierno que reitere esas pulsiones autoritarias ante la eventual ausencia de un equilibrio político e institucional que le impida cometer excesos o tomar decisiones discrecionales y arbitrarias. En especial, si se confirma el 27 de octubre la tendencia de las PASO y la novel fuerza apalancada en un peronismo unificado alcanza un triunfo significativo, aun luego de la inyección de autoestima y confianza que significó para Juntos por el Cambio el resultado de Mendoza.
El concepto de hegemonía tiene un uso profuso en la teoría de las relaciones internacionales, en particular para analizar la supremacía que un Estado poderoso ejerce sobre otros. Si esto se consolida a lo largo del tiempo y se extiende a un área geográfica relevante, la potencia dominante ejerce tal influencia en el sistema mundial como para lograr un equilibrio relativo denominado "estabilidad hegemónica". Autores como Robert Keohane, Helen Milner, Stephen Krasner, Robert Gilpin, Barry Eichengreen e Immanuel Wallerstein contribuyeron de manera fundamental a la comprensión de este fenómeno, siguiendo el trabajo seminal de Charles Kindleberger.
También se utiliza para estudiar la política doméstica. De las diferentes definiciones que existen, se destaca la de Gramsci, quien desde la prisión en la que pasó muchos años por su militancia comunista escribió lúcidas reflexiones sobre la política contemporánea, recogidas en los Cuadernos de la cárcel: casi 3000 páginas escritas entre 1929 y 1935, años dorados de Mussolini. Allí se refiere al concepto de "bloque hegemónico" como la combinación de actores políticos, sociales y económicos que se amalgaman para desplegar un proyecto de poder que puede avanzar sobre los derechos de las minorías e ignorar las demandas de sectores que no forman parte de la coalición dominante, en una sociedad en la que no existen mecanismos alternativos -frenos y contrapesos garantizados por el orden constitucional- para evitar esos excesos.
¿Es fácil construir y mantener una hegemonía política? La historia argentina sugiere que se trata de una aventura compleja. Puede existir una vocación hegemónica o momentos en los que se genera una concentración excesiva de autoridad (y ausencia de controles), pero consolidar una "estabilidad hegemónica" constituye una pretensión poco habitual. Habría que remontarse a la época de Juan Manuel de Rosas (en la provincia de Buenos Aires) o a alguna etapa del "orden conservador" (sobre todo durante las presidencias de Roca) para encontrar rasgos hegemónicos. En nuestro país se trata de experiencias de "inestabilidad hegemónica".
Esto se confirma cuando se examinan los años "duros" de la etapa K. Luego de la elección de 2011, Cristina se vio favorecida por su relativo carisma y un contexto económico que permitía en el corto plazo la implementación de políticas distributivas que, a pesar de la inevitable estanflación, produjo una sensación de beneficio para un sector de la población. Fue respaldada por una notable concentración de poder apalancada en la propia institución presidencial, la mayoría parlamentaria, una parte del sindicalismo y los movimientos sociales, un gran número de gobernadores (sedientos de recursos que debían mendigar en despachos oficiales) y comunidades amplias de la cultura, la ciencia y la tecnología, con grupos como Carta Abierta. A pesar de todo ese bagaje, un par de cacerolazos y la derrota en provincia de Buenos Aires en 2013 a manos de Sergio Massa fueron suficientes para contener esos embates hegemónicos. Su desgaste y su sobreexposición allanaron el camino para la victoria de Cambiemos dos años más tarde.
La política argentina se caracteriza por su constante inestabilidad, con dificultades estructurales derivadas de un acervo institucional deficiente y de prácticas informales que agudizan una permanente conflictividad. Muchos sostienen que el peronismo tiene alguna ventaja relativa en términos de gobernabilidad, pero en la práctica fueron experiencias acotadas, con escaso impacto en el largo plazo (como el caso del menemismo) y basadas en construcciones políticas contingentes.
¿Podría Alberto Fernández revertir esa peculiar regularidad de la política argentina? Teniendo en cuenta el contexto, sus atributos personales y la conformación de su coalición electoral, la probabilidad parece baja. El candidato del Frente de Todos no se destacó hasta ahora por su carisma y se presenta como un primus inter pares entre los caudillos provinciales, poniendo énfasis en su rol conciliador y manifestando su voluntad de consensuar un gran acuerdo nacional en el marco de un consejo económico y social. Al margen de las dudas sobre el "doble comando" y el eventual papel que pueda jugar Cristina (un reciente sondeo de D'Alessio IROL-Berensztein sugiere que es una preocupación de los votantes de Juntos por el Cambio), la severa crisis económica, las crecientes demandas sociales y un mundo cada día más incierto y en plena tendencia a la desaceleración del crecimiento configuran un horizonte superdemandante y con riesgos de generar un desgaste prematuro. Asimismo, los Fernández encontrarían, si ganaran, una oposición posiblemente más cohesionada que la que enfrentaron los Kirchner, con liderazgos establecidos y capacidad para capitalizar electoralmente la erosión que experimentaría el nuevo gobierno. Dependerá del equilibrio de poder que surja de estas elecciones, no solo en el Congreso Nacional, sino también en legislaturas provinciales y, sobre todo, en CABA: Rodríguez Larreta puede convertirse en el jefe territorial más importante del nuevo espacio opositor.
Será fascinante observar cómo van a convivir estas dos coaliciones plurales, amplias, diversas y muy diferentes entre sí: ¿casi un retorno al bipartidismo? Más que un riesgo de hegemonía, lo que tenemos por delante es el peligro de fracasar, una vez más, en alcanzar esos acuerdos fundamentales que siempre se prometen y jamás se concretan. De todas formas, el futuro nos depara una nueva oportunidad de consolidar un renacimiento de la política, con dos fuerzas con capacidad de alternancia que pueden controlarse mutuamente y dar al sistema una estabilidad y una previsibilidad de las que siempre careció. El peligro más grande es no aprovecharla para romper el ciclo de ineptocracias que caracteriza a nuestro país.