El uso permanente deldiscurso del miedo
Los medios se encargan de recordarnos que el miedo ha penetrado la vida cotidiana de nuestra sociedad. Al día siguiente de las PASO, The New York Times tituló "el miedo no alcanzó". Es decir, el discurso del miedo al regreso del peronismo, en su versión kirchnerista, había sido insuficiente para que Juntos por el Cambio lograra un mayor caudal electoral. En Wall Street se hablaba de "pánico" y "pesadilla". "El Gobierno teme que el FMI no apruebe el próximo desembolso", repitieron los titulares en la prensa local. Declaraciones de Felipe Solá sobre una eventual recreación de la Junta Nacional de Granos provocaron la zozobra del campo y una movilización de productores en el Chaco.
No hicieron falta encuestas para comprobar que el resultado electoral había desatado los miedos de siempre: al aumento del dólar; a la pérdida de reservas y la fuga de divisas; a su impacto sobre la inflación; al estancamiento económico y el desempleo; al incremento de la pobreza y la indigencia; a convertirnos en Venezuela. A su vez, la perspectiva de un triunfo opositor en la próxima ronda de elecciones despertó otros temores, como el default, el cepo cambiario, el aumento de la delincuencia o limitaciones a la libertad de prensa.
Nada de eso es novedoso, si recurrimos a la memoria histórica. En 2014, durante los meses previos a las elecciones de 2015, la utilización del miedo como recurso proselitista era moneda común en ambos lados de la grieta. Sergio Massa, entonces opositor al gobierno cristinista, afirmaba que en el kirchnerismo "tienen miedo a discutir sobre inseguridad, inflación y cepo", mientras Clarín sostenía que "el gobierno busca instalar el miedo a un triunfo opositor". Macri, para tranquilizar a su potencial electorado, prometía: "el que tenga un plan social lo va a seguir teniendo, no tengan miedo".
Durante el festejo por los 30 años de vida de Poder Ciudadano, Carlos Pagni preguntó a Fernando Henrique Cardoso, expresidente de Brasil, "a qué debemos temer en la Argentina". "A ustedes mismos" fue su respuesta inesperada y contundente, provocando risas y aplausos del auditorio. Pero no hubo pedido de aclaración ni generó mayores comentarios periodísticos. ¿Fue solo una humorada o la respuesta resumía un diagnóstico brutal del origen de nuestros miedos? ¿Fueron las risas y los aplausos la admisión del miedo al semejante?
Una clave de interpretación consistiría en preguntarnos por qué, en otras sociedades, no existen los miedos que experimentamos. Parece obvio que el temor se difunde y generaliza allí donde las instituciones no funcionan. La gobernabilidad de una sociedad civilizada se funda en la vigencia de un sistema normativo que haga previsible la conducta de sus integrantes en todas las esferas de la interacción social; normas que reconozcan derechos e impongan límites respecto a lo que cada uno puede o no hacer. Vigencia significa observancia de esas normas y sanción cuando no se cumplen. Esa sanción es, en principio, jurídica, y su responsable es el Estado. Si el Estado no sanciona o, peor aún, si también incurre en inobservancia, desaparece toda previsibilidad sobre el comportamiento ajeno, la situación se vuelve anómica y aparece el temor a que los que consideramos nuestros derechos sean desconocidos, menoscabados u objeto de alguna transgresión por parte de terceros, incluyendo al Estado.
En Un país al margen de la ley, Carlos Nino observó que la anomia surge cuando la satisfacción de los intereses de una comunidad depende del cumplimiento de las normas, pero una parte significativa no las cumple. Y esta situación puede incluir la inobservancia de normas morales, jurídicas, religiosas o sociales que, en ausencia de sanción y consecuente impunidad, abre la posibilidad de comportamientos transgresores. En tales circunstancias se debilita el miedo a colocarse al margen de la ley, pero nace el miedo a la idéntica conducta ajena. Porque el ancestral temor al semejante es proverbial en una sociedad salvaje, donde rige la ley de la selva.
En el fondo, quienes evaden impuestos saben que otros deberán cubrir su falta de contribución; quienes circulan por la banquina son conscientes de que demorarán a quienes circulan por donde corresponde; quienes fugan divisas no ignoran que si su comportamiento se generaliza, la situación financiera del país se agravará. Y aunque existen normas que sancionan esas conductas, saben que "zafarán" del improbable castigo porque, además, "todos lo hacen". El objetivo es "salvarse", verbo que aquí pierde sus connotaciones religiosas. La "salvación" suele llegar a través de la transgresión, por gracia del curro, la viveza criolla o los hombres venales. Y aunque se prefiera ignorar las conexiones causales entre la propia conducta transgresora y su impacto sistémico, se temen sus consecuencias, verdaderas profecías autocumplidas. Freud habría dicho que lo "familiar" (heimlich) se vuelve "siniestro" (unheimlich) cuando retorna reflejado en el espejo deformado de la acción de nuestros semejantes.
Nuestros miedos calan hondo en la historia del país. Dejaron marcas en sus instituciones, en su cultura y en el comportamiento de sus habitantes. Hemos tenido demasiados años de faccionalismo, de antinomias y grietas, de desgobiernos y de impunidad, para que estos miedos nos parezcan extraños. Los toleramos, comprendemos y hasta justificamos, sin tomar en cuenta que al mismo tiempo desaparecen el temor a la autoridad legítima, a la rendición de cuentas y a la sanción por la acción irresponsable, convirtiendo la "puja facciosa" en un principio organizador de la vida cotidiana. El discurso del miedo refleja entonces un estado de ánimo colectivo que se viene reproduciendo a través de generaciones.
Un país al margen de la ley puede terminar siendo un país al borde del abismo, porque acentúa la desconfianza en las instituciones, promueve las prácticas corruptas y contribuye a la parálisis social. ¿Cómo se logra superar la anomia, asegurar el imperio de la ley y erradicar las formas de transgresión que corroen el tejido social? La respuesta simple sería "con un Estado que funcione", objetivo todavía inalcanzado. Otra vía posible sería la demanda ciudadana, que también requiere ser promovida desde el propio Estado a través de acciones de concientización sobre el rol de la sociedad civil en la consolidación de la democracia. Ha habido experimentos plausibles llevados a cabo durante los gobiernos de Raúl Alfonsín y Néstor Kirchner, que nunca tuvieron la proyección ni el financiamiento necesarios como para incidir en un cambio cultural como el requerido para que los ciudadanos asuman su rol como protagonistas de una democracia deliberativa, demandando a sus representantes transparencia, apertura de canales de participación, debate de ideas, elaboración de políticas de Estado, búsqueda de compromisos entre las diferentes fuerzas políticas y rendición de cuentas. Tal vez demande generaciones, pero si se lograra, los argentinos dejaríamos de vivir en un país al margen de la ley, conseguiríamos apartarnos del borde del abismo y, seguramente, dejaríamos de "tenernos miedo".
Investigador titular de Cedes, área política y gestión pública