Logros y desaciertos de Francisco luego de seis años de pontificado
El Papa ha sacado a la Iglesia de cierto ensimismamiento y la acercó a las preocupaciones de la gente, pero su estilo genera tanto enamoramientos como aversiones
No es tarea fácil intentar un balance sobre los seis años del actual pontificado, sobre todo cuando se abate sobre la Iglesia una de sus peores crisis por el escándalo de la pedofilia, de la que nuestro país tampoco escapa. Y además no es sencillo, entre otras cosas, por lo complejo de la personalidad del papa Francisco. No pocos argentinos tenemos la impresión de que algunos de sus gestos y de sus palabras interfieren en la política local de una manera polémica. Recientemente un periodista canadiense, que conoce bien América Latina, me decía sorprendido que los únicos países de la región donde este papa no es muy bien visto por parte importante de su feligresía son Chile y la Argentina. ¿Será un problema de quienes lo critican o de Bergoglio? En nuestro país, los reales o supuestos "voceros" -como Juan Grabois , Gustavo Vera o el exembajador ante la Santa Sede Eduardo Valdés, entre otros- no lo ayudan frente a la opinión pública. Antes bien, parecieran jugarle en contra. Por otra parte, Roma no termina de desmentirlos de manera tajante y esa ambigüedad alimenta variadas especulaciones, prácticas tradicionalmente afines al Vaticano y también al peronismo.
Sin embargo, si quedáramos empantanados en estas peripecias locales no podríamos ensayar otros análisis más universales. Si Jorge Mario Bergoglio ha llegado a la sede de Pedro por influjo del Espíritu Santo (cuestión central para la Iglesia Católica), también fue por méritos propios y en un momento particularmente grave de la institución.
Se trata de la personalidad argentina de mayor relieve internacional. Un hombre de capacidades poco comunes, por más que pueda ser discutido o cuestionado. Además de su genuina austeridad de costumbres, es un pastor que ha emprendido con innegable capacidad de mando reformas sustanciales. Esa tarea exige comprensión de los límites propios y ajenos, y la exacta percepción de los tiempos posibles en los ritmos de una institución milenaria.
Para evaluar estos seis años del pontificado de Francisco quizás ayude insertarlo en la línea de sus inmediatos predecesores, quienes se esforzaron por encauzar la sustancial renovación del Concilio Vaticano II, obra de Juan XXIII y Pablo VI, y poner límite a algunos de sus excesos. El esfuerzo de control pareció alcanzar cierto nivel cuando Juan Pablo II se encontraba todavía en la plenitud de sus fuerzas. Pero a su largo declive físico siguió el pontificado de Benedicto XVI, que no pudo salir de cierto aislamiento, y se puso de manifiesto el alto costo que implicaban algunos de esos cambios. Al provenir Juan Pablo II de un país comunista, no era favorable a determinadas aperturas y diálogos; y muchas veces priorizó su personalidad carismática en desmedro de la colegialidad eclesial.
"En esa coyuntura, Francisco -señala un reconocido teólogo argentino- emergió como una auténtica novedad. Sencillo, dueño de sí, sorprendentemente libre frente a formas y hábitos del pasado, de manera instantánea encarnó las esperanzas de cambio. Su evidente confianza en sí mismo no derivaba de una fatua presunción, sino de su seguridad tanto en el diagnóstico de la situación -que la Iglesia padecía de un peligroso ensimismamiento- como en la intuición del camino superador: poner a la Iglesia en salida. Al servicio de este objetivo, Francisco aportó una energía inaudita y una urgencia casi escatológica. Gestos, viajes, documentos, encuentros personales, iniciativas de todo tipo, un vértigo formidable en el nombramiento de obispos, todo en orden a movilizar a la comunidad cristiana en su conjunto y comprometerla en la tarea de la evangelización".
Hay aspectos del actual pontificado que no pueden dejar de considerarse de gran acierto, por ejemplo, la encíclica Laudato si' sobre el cuidado de la "casa común", algo tan cercano a la sensibilidad de las jóvenes generaciones. Y corresponde resaltar como una de sus mayores apuestas las relaciones de la Iglesia con el gobierno de China; y, a pesar de las críticas, no ha sido menor su esfuerzo por combatir los delitos de pedofilia en la Iglesia y de otorgarles transparencia a las finanzas.
Ciertas cuestiones tan perentorias como el lugar de la mujer en la Iglesia o el debate que la institución se debe sobre la sexualidad humana en general, con todo lo que ello implica en relación con la cultura actual, parecerían quedar en suspenso, quizás para otros pontificados.
No faltan quienes consideran que al no contar con la actualización teológica ni con la moderación de sus predecesores, este papa sabe emplear un lenguaje eficaz al momento de movilizar, pero que se torna incierto cuando se exigen equilibrio y precisión. Por momentos su prisa quema etapas y genera conflictos y divisiones que hubiera sido mejor evitar. El personalismo de su fuerte carácter, si bien en algún caso puede ser expeditivo, también arriesga desgastar las instituciones. Su estilo tiende a generar marchas y contramarchas que podrían conducir a una parálisis institucional, tan amada por los burócratas. Cierta desconfianza, a veces justificada, en el proceder de la curia romana agudiza este escenario.
Las tensas relaciones con episcopados tradicionalistas pueden ser evaluadas como producto de resistencias a los cambios o como una reacción a su peculiar ejercicio de la autoridad. Su pertenencia a la tradición de la "teología del pueblo" lo lleva a concebir la relación entre la Iglesia y la comunidad política de un modo que algunos consideran "compromiso social" y otros, "politización". Como señalan en privado algunos obispos argentinos, el estilo de pensamiento de Francisco, que tiende a avanzar por contraposiciones muchas veces tajantes, genera enamoramientos y aversiones, poniendo en riesgo esa "cultura del encuentro" que él mismo promueve.
En síntesis, en estos seis años la Iglesia efectivamente ha "salido", se ha acercado a las preocupaciones del mundo y de las personas, creyentes o no, con una nueva mentalidad y una mayor frescura en su enfoque, en el cual la cercanía cordial hoy cuenta más que la defensa de un patrimonio doctrinal supuestamente intocable: el "hospital de campaña". Pero hay que reconocer que el costo de este nuevo proyecto, por momentos, puede provocar cierta confusión.
En realidad, la Iglesia avanza en la historia a través de etapas de orden y otras de desorden. Las primeras terminan generando pasividad y triunfalismo, y se tornan necesarios acontecimientos disruptivos que sometan a crítica las pretendidas seguridades con el fin de alcanzar, a veces dolorosamente, un nuevo orden más sano y auténtico. Francisco representa ante todo un momento de deconstrucción, que abre nuevas posibilidades. Él no es esa especie de "oráculo" ultramundano producto de una errada concepción de la infalibilidad papal, sino un pastor cercano, trabajador y apasionado, desordenado y espontáneo, interiormente libre frente a las tradiciones acartonadas, y que -en sus propias palabras- "opina"; se equivoca, pero sabe reconocerlo; que pese a su carácter resulta generalmente querible para muchos, y posee la inconmovible convicción de estar cumpliendo una misión. Tal vez de esta figura, Simón y Pedro a la vez, surjan algunos rasgos de una nueva forma del papado que la Iglesia necesita.
Director de la revista Criterio