Las duras lecciones que conviene aprender del Brexit
Al cabo de una serie de errores de cálculo, Gran Bretaña se encuentra al borde del abismo
El pasado jueves 21, Theresa May logró correr la fecha de salida de la Unión Europa, prevista inicialmente para el 29 de marzo a las 11 de la noche. El futuro inmediato aún sigue siendo incierto. En casi tres años, May no pudo o no supo orquestar un consenso sobre cómo salir. Tardó más de la cuenta en comenzar a decidir. Trazó líneas rojas pero al poco tiempo tuvo que ceder. Hizo de la negociación un monólogo. Irritó a los moderados y fracasó en apaciguar a los duros. Así, el Reino Unido dejará la Unión, con acuerdo o sin acuerdo, exhibiendo una sociedad más fragmentada y más confundida que tres años atrás. Como resultado, las identidades Brexit (a favor o en contra de salirse de la Unión Europea) hoy son más dominantes que las identidades partidarias. ¿Qué lecciones nos puede dejar esta experiencia?
La primera lección es que un referéndum es algo muy serio como para ser decidido en un contexto de presiones de corto plazo. Los líderes deben saber qué batalla dar a través de este mecanismo. En la vida democrática, un referéndum debe conjugarse con otras instituciones representativas, no reemplazarlas. Debe, también, aparecer como el resultado de un proceso deliberativo, no como el comienzo de una discusión. Y necesita ser pensado en un contexto social más amplio.
Entre 2014 y 2016 tuvieron lugar siete referéndums en Europa, todos ellos vinculados con la Unión Europea. Con la excepción de uno solo, el resultado fue el rechazo a la cooperación con Bruselas inspirado en la desconfianza hacia expertos, en el ascenso del nacionalismo y en una comprensión escasa del problema en cuestión. Una mirada más sensible a los sentimientos que circulaban, y circulan, por Europa podría haber servido para anticipar un resultado negativo en el referéndum avalado por David Cameron.
En segundo lugar, es necesario considerar que, una vez decidido el referéndum, no se puede subestimar el uso estratégico de la información que circula en las redes sociales. El referéndum lo ganó el bando que logró distribuir más eficientemente información ambigua y mentiras plausibles. Y lo pudo hacer utilizando modernos métodos de inteligencia artificial, desarrollo de algoritmos y recaudación de fondos para campañas gráficas y televisivas.
Una versión más oscura, sugerida en 2016 por un informe de la Comisión de Administración Pública y Asuntos Constitucionales del Parlamento británico, es que algunas potencias extranjeras podrían haber intervenido y bloqueado el sitio web en que los votantes debían registrarse para dar su parecer. La infraestructura de un referéndum hoy es casi tan importante como su contenido.
La tercera lección que nos deja el Brexit es que estimar las preferencias ciudadanas mediante encuestas de opinión pública sigue siendo una tarea de enorme complejidad. La sobreabundancia de datos que existe hoy en el mercado de la información nos hizo creer que el margen de error sería cada vez menor. Los resultados del Brexit, junto con los resultados de las elecciones en Estados Unidos, fueron un importante llamado de atención sobre las supuestas bondades del big data.
Distintos expertos en opinión pública del Reino Unido concluyeron que, aunque hoy los datos pueden ser masivos, decisiones sobre cómo ponderar las muestras, qué método utilizar (encuesta telefónica, cuestionario autoadministrado por internet, etcétera) o cómo estimar el efecto de variables específicas (como el género, el nivel educativo o la edad) siguen teniendo impacto en los números finales que se pueden obtener.
En cuarto lugar, parece bastante claro que irse de la Unión Europa no es un divorcio, sino más bien una renuncia en condiciones claramente asimétricas. Todos los países que ingresaron a la Unión en los últimos veinte años saben muy bien que el margen de negociación es reducido. En definitiva, la Unión Europea es como un club: si se quiere entrar, hay que cumplir con sus reglas, no buscar negociarlas. Ahora sabemos que irse de la Unión ocurre en condiciones muy similares. Es la Unión, y no el que se retira, quien estable las reglas (por ejemplo, las libertades de movimiento van juntas, no pueden seleccionarse) y los términos de la salida (primero se negocia la salida y luego se negocia una relación, pero no las dos cosas juntas).
Algunos sostienen que la inflexible postura inicial de la Unión no hizo otra cosa que reducir la capacidad de Theresa May para ingresar a una zona de acuerdo entre las distintas posturas del Parlamento. Es probable. Pero es más probable la hipótesis de que el gobierno británico tuvo una percepción errada de cuál era su poder de regateo. En este sentido, la quinta lección es que resulta fundamental conocer de qué manera razona la otra parte negociadora.
El gobierno de Theresa May se equivocó al asumir que Bruselas y Londres estaban razonando en un mismo modo económico y geopolítico. Al hacerlo, sobreestimó su capacidad de negociación y apostó al desacuerdo entre europeos. "Somos demasiado importantes -razonaron en Westminster- como para dejarnos ir así de fácil". Para Bruselas, sin embargo, el modo de abordar el Brexit no tuvo que ver con la economía (comercio e inversiones) o con la geopolítica (defensa, seguridad e inteligencia), sino con proteger el futuro de Europa. Y para eso el razonamiento europeo fue sobre todo político y basado en principios.
Era necesario dar una señal política a toda la región de que irse es un asunto serio y costoso para el que se va. El resultado es que la Unión Europa puede estar desunida en muchos asuntos, pero no en cómo lidiar con el Reino Unido. Por último, y en línea con la literatura científica que estudia negociaciones, cualquier país que decida irse de la Unión debe tener una opción externa muy atractiva para que su amenaza de no acuerdo sea creíble y genere incentivos en la Unión para flexibilizar su postura. El problema del Reino Unido, siguiendo este razonamiento, es que nunca tuvo una mejor alternativa al acuerdo de salida negociado. Y si no se tiene un plan B, y el otro lo sabe, las chances de obtener mejores dividendos disminuyen.
Así las cosas, la opción de jugar con las reglas de la Organización Mundial de Comercio nunca fue atractiva para nadie en Londres y, de este modo, tampoco fue una amenaza creíble para Bruselas. En tres años, los europeos razonaron que la salida del Reino Unido no sería tan terrible. Después de todo, Londres siempre tuvo aversión por una integración europea que fuera más allá del mercado único. Su salida, quizás, sirva para hacer las reformas que la Unión necesita para seguir adelante. Del otro lado del canal, sin embargo, el Reino Unido se encuentra al borde del precipicio, buscando un unicornio que sabe que no podrá hallar. Y que lo que acaso encuentre al final del recorrido sea una economía degradada, una sociedad dividida, una elite política fragmentada y una reputación internacional dañada.
Director de las licenciaturas en Relaciones Internacionales y en Ciencia Política y Gobierno de la Universidad de San Andrés