La sensación de una persistente derrota colectiva
La Argentina no podrá salir mientras no se constituya una fuerza superadora de los dos polos opuestos
Por primera vez desde 1983 no hay ningún radical en las fórmulas presidenciales que competirán en octubre. Menos sorprendente, hay peronistas en todas. La defección radical es tan expresiva como la ubicuidad peronista: ambas son resultado de la metamorfosis del sistema de partidos que dominó la política argentina desde mediados del siglo pasado, metamorfosis que la crisis de 2001 aceleró y agravó.
La política demoró demasiado en comprender la nueva realidad: la reconfiguración de la estructura social argentina iniciada por la dictadura y continuada en la década de 1990 encontró su rostro final en aquella crisis, ocurrida hace ya casi dos décadas. Desde entonces, el viejo país que aspiraba a una cierta homogeneidad de clases medias, movido por un fuerte impulso igualitario que permitía el ascenso social gracias a los bienes públicos provistos por el Estado, dio lugar a una Argentina cada vez más desigual. Las fuerzas centrífugas que durante buena parte del siglo XX hicieron confluir a los distintos actores sociales hacia ciertos sitios comunes -representados, hiperbólicamente, por esa idea que sintetizaba un ideario político y social, "la escuela pública"- se convirtieron en fuerzas centrípetas que comenzaron a desperdigar hacia extremos distantes fragmentos cada vez más inconexos de la sociedad.
Así, la elección de 2019 no es, fundamentalmente, una elección entre democracia y autoritarismo: ni entre democracia liberal y autoritarismo populista, como sostienen unos, ni entre democracia popular y autoritarismo conservador, como afirman otros. Es una elección entre coaliciones que representan dos países que no han hecho más que dividirse, alejándose uno del otro no solo en términos de ingresos y de riquezas sino en las formas más insalvables de la distancia: el lenguaje, la imaginación, los contenidos del futuro que es posible pensar. Si la crisis de 2001 cristalizó la nueva estructura social de la Argentina, las elecciones de 2019 son las primeras en las que las formaciones políticas en disputa expresan esa realidad.
¿Qué es esa realidad, la del país que llega así dividido a las elecciones? Por un lado, una coalición social compuesta por la franja central del país, esa zona que, de Mendoza a la ciudad de Buenos Aires, pasando por Córdoba, el sur de Santa Fe, la provincia de Buenos y el sur del Litoral, conforma -con excepción de los conurbanos marginales de las grandes ciudades- la Argentina exportadora, fundamental pero no exclusivamente agropecuaria, y a los sectores altos o medios que están asociados con ella: proveedores de servicios jurídicos y financieros, de servicios de salud, colegios y universidades privados, ciertos consumos de alta gama.
Del otro lado, la coalición que representa a los habitantes de los conurbanos y a los de las provincias del sur y del norte: los sectores subalternos de nuestro país, liderados por una alianza de intendentes del Gran Buenos Aires, gobernadores de las provincias pobres, burócratas sindicales y sectores de la pequeña industria, el comercio o los servicios que no pueden competir en el mercado global. A esa coalición, antigua en la política argentina, el kirchnerismo le agregó una novedad: el mundo universitario y los intelectuales y artistas, a los que supo persuadir con las estrategias que muchos exiliados conocieron en México, en las épocas hegemónicas del PRI: la aparentemente irresistible combinación del halago del palacio y el encanto del dinero, empaquetada con el papel estampado con imágenes de las Grandes Causas.
La escena de 2019 no es una repetición de la de 2015. Entonces, la alianza Cambiemos no fue mucho más que una coalición electoral que, en los casi cuatro años transcurridos, no pudo mutar en alianza de gobierno. Ahora, con la incorporación de sectores del peronismo representados por el candidato a vicepresidente, la coalición gobernante se constituye como una coalición estable destinada a perdurar como representación política de la derecha argentina. Lo que el oficialismo incorpora en la persona de Pichetto no son solo votos peronistas: es el elemento estabilizador que podría inmunizar a la coalición globalizadora de la debilidad intrínseca que esa misma coalición ha mostrado en otros experimentos modernizadores. Es lo que puede convertir a la alianza electoral en una coalición no solo para un turno presidencial, sino en la expresión estable de una derecha liberal.
¿Que el oficialismo haya organizado, o esté intentando organizar, una coalición estable de derecha significa que su oponente principal sea, como algunos intentan mostrarlo, de centroizquierda? Difícil ver en esa pretensión algo distinto de las fantasías de quienes, por su visceral animadversión respecto de cualquier tradición liberal, no solo económica sino también política, están dispuestos a alentar a una fuerza constituida por los sectores históricamente más retrógrados de la política argentina: los gobernadores autoritarios de las provincias pobres, los caciques del conurbano, los líderes de sindicatos burocráticos y antidemocráticos. Lo hemos visto demasiadas veces: esa alianza es tan pródiga en declarar los derechos de los vulnerables como en perpetuar un estado de dominación y una estructura concentrada de poder que ninguna tradición progresista puede honestamente adoptar como propia.
No hay, hoy, una alternativa entre "centroderecha" y "centroizquierda". Ninguno de los contendientes principales es de centroizquierda ni de centroderecha. La escena se encuentra dividida entre el liberalismo conservador y el conservadurismo popular, dos coaliciones que se observan no solo con desconfianza sino también con temor. Cada una de ellas está incapacitada de reconocer qué hay de verdadero en la otra, a la que solo percibe como una amenaza cuyo triunfo significa la imposibilidad de la propia existencia.
El temor que se arrojan entre sí no es infundado: cada coalición expresa ideas sobre la sociedad y la economía que solo pueden cumplirse a expensas del otro. Guiados, unos, por la ideología de una globalización acrítica motivada en la economía de la oferta y otros por la fantasía de la salvación por la demanda y la sobrevaloración del mercado interno, cada una solo puede cumplir sus propósitos a expensas de la otra. Rústicamente, a eso se le llama "grieta". Con más precisión, Juan Carlos Portantiero lo llamó, hace medio siglo, "empate hegemónico": una situación en la que "cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría".
La Argentina no podrá salir de la trampa en la que se encuentra hasta tanto la sociedad no pueda dar forma a una nueva coalición política, una coalición reformista y transformadora que no confunda modernidad con digitalización de archivos ni sociedad justa con planes sociales; hasta que no pueda construir esa figura que Norberto Bobbio llamó el Tercero Incluyente, el que "tiende a ir más allá de los dos opuestos, englobándolos en una síntesis superior", haciendo de esos opuestos, "en lugar de dos totalidades de las cuales cada una excluye a la otra, y como el anverso y reverso de la medalla no visibles simultáneamente, dos partes de un todo".
Hasta tanto sepamos construir esa nueva coalición, la Argentina seguirá dividida entre un liberalismo conservador y un conservadurismo popular, y sumida en ese empate que, en verdad, es una persistente derrota colectiva.