La política ya no puede jugar en el bosque
Jugar en el bosque mientras el lobo no está es una imagen que evoca dos conductas: por un lado la indolencia; por el otro, el descuido. Es indolente el que no siente; incurre en el descuido, según la acepción que aquí nos interesa, el que muestra incapacidad para comprender la proximidad del peligro o la contingencia de caer en un error. Como la metáfora proviene de un cuento infantil habría que agregar: jugar lo es todo en esa época de la vida, por eso no importa el peligro. Como aquellas niñas del cuento de Cortázar que lo hacían sobre las vías del tren sin advertir la inminencia de la tragedia. O como nuestros políticos, que jugaron a la grieta, insensibles frente a la amenaza de una crisis económica que además de profundizar el sufrimiento social amenazaría la gobernabilidad.
Habría, sin embargo, que precisar los términos: no son los políticos, porque no todos se dejaron arrastrar al juego peligroso. En rigor, lo impulsaron los de mayores recursos, poseedores de los instrumentos de persuasión para inducir una división artificial de la sociedad. La grieta es una manipulación que requiere mucho dinero. No son los políticos sino la política argentina, que semeja -para seguir con la metáfora- un parque de diversiones construido al borde de un abismo. Sin pretender agotar la lista de problemas, la política de la que hablamos incluye al menos cuatro aspectos sombríos: el hábito de descalificar al adversario, la legislación arbitraria, el financiamiento no transparente y un defecto escogido: el férreo desprecio por la economía de las familias y de las cuentas públicas.
Llamamos "hábito de descalificar al adversario" a lo que con mayor precisión y fundamento Tulio Halperin Donghi denominó, considerándolo un rasgo característico de la política argentina, "la recíproca denegación de legitimidad de las fuerzas que en ella se enfrentan, agravada porque estas no coinciden ni aun en los criterios aplicables para reconocer esa legitimidad". Como se observa, la grieta viene de lejos. A eso debe sumársele una legislación dictada, muchas veces, por los intereses del gobierno de turno; y un financiamiento opaco, que carece de verdadera rendición de cuentas. Así, la organización política admite, entre otros desatinos, primarias sin sentido, desdoblamiento caro y engorroso de elecciones nacionales, provinciales y municipales, Ley de lemas, listas colectoras irracionales e indisimulable asimetría de recursos entre los gobiernos y las oposiciones.
El desprecio por la economía remata esos dislates. Es el defecto menos advertido, pero tal vez el más peligroso. Despreciar la economía significa, en realidad, despreciar la administración. El balance de recursos, que indica lo que se puede gastar y lo que se debe ahorrar, no rige para los gobiernos, más allá de su orientación ideológica. Esta tara resulta letal en un país cuya restricción externa lo condena cíclicamente a la escasez de divisas. Otra vez: juguemos en el bosque mientras haya dólares y cuando se terminen emitamos para comprarlos o endeudémonos. ¿Por qué? Arriesgaremos una respuesta de naturaleza política: porque si tenemos dólares no necesitaremos acordar con la oposición, podremos gobernar solos. Otra nefasta e inconfesable chiquillada: la fantasía de riqueza asegura el poder de mi partido, con desprecio del Estado y la sociedad. Soja, inversión extranjera, Vaca Muerta, convertibilidad, endeudamiento: ilusiones para perdurar en el poder a costa del consenso, el fisco y la economía de las familias.
No sorprenda entonces que a la hora de la derrota, muchos miembros del Gobierno hayan explicado la consecuencia con esta expresión: the game is over. Ante esa evidencia dolorosa, ellos y los que ganaron, atemorizados por los efectos del entretenimiento riesgoso que habían montado, se pusieron a conversar. A escuchar al otro, a intercambiar pareceres. Y arribaron rápido a un primer acuerdo: cuidemos las reservas. Vistos los antecedentes, cabe desconfiar, preguntar para qué será. ¿Será para aprender de una vez por todas a administrar la carencia o será para poseer la base indispensable que permita gobernar sin considerar al adversario? Es probable que esta vez estén pensando en la escasez antes que en la ambición, porque se demuestra de nuevo, y ojalá sea la última, que las crisis disciplinan a la clase política. La vuelven más lúcida. Sucedió en 1989, en 2001 y sucede ahora.
La crítica ya fue hecha, concluyamos con los motivos de esperanza. Macri ha dicho algo fundamental: que antes que candidato es presidente, es decir, que el Estado está por encima de sus intereses políticos. Y Fernández se ha mostrado moderado y autocrítico. Quizás ellos tengan la oportunidad de cambiar la historia. Para lograrlo deberán asumir en los hechos que la Argentina devastada del siglo XXI necesita consensos con desesperación, ya no tolera más grietas. Por eso, si no es la clarividencia, serán la pobreza de sus compatriotas y la desconfianza del mundo las que tal vez los induzcan al acuerdo.