La peligrosa tentación de imitar astucias ajenas
Rafael Correa ha considerado para sí la estrategia electoral de Cristina Kirchner, pero habrá que ver los resultados de la jugada a largo plazo, más allá del éxito en las urnas
A lo largo de la historia, la imitación fue un mecanismo de inmenso valor en el desarrollo de las artes, las ciencias y del arte (o la ciencia) de la política. En algunos casos, imitar era suficiente; en otros, se trataba de emular, de tomar un modelo y no limitarse a reproducirlo, sino intentar superarlo.
Este procedimiento fue claro cuando, durante el siglo XIX, las naciones sudamericanas recientemente independizadas iniciaron sus procesos constituyentes. En casi todos los casos –y el argentino es particularmente representativo– se tomó la Constitución estadounidense como modelo. Consideraron nuestros constituyentes que la norteamericana era la carta magna más perfecta existente, y que se ajustaba en la mayor parte de su contenido al ideal buscado para las instituciones argentinas. De manera que el proceso constituyente argentino consistió en buena medida en diseccionar las instituciones estadounidenses –y las inglesas, francesas y españolas, en segunda instancia– y debatir acerca de su mejor o peor adecuación a las peculiaridades políticas, geográficas, históricas, militares locales. Se trataba de conservar y mejorar aquellos elementos de la Constitución estadounidense que servían, y de depurar aquellos que no. Naturalmente, esto implicaba confrontar argumentos de envergadura; implicaba calcular bien las consecuencias de cada decisión, teniendo en cuenta tanto el corto plazo como el mediano y el largo; implicaba responsabilidad política e histórica; implicaba atender por encima de todo al bien común. Así queda acreditado en las actas de los congresos constitucionales recopiladas con exquisito cuidado por Emilio Ravignani.
Este mecanismo conserva toda su vigencia. Y vale para los grandes procesos políticos, como la redacción de constituciones en países de reciente creación, igual que para procedimientos más regulares y rutinarios de la vida política. Lo vemos en las estrategias comunicativas de los partidos; en los mecanismos de integración regional; en la implementación de medidas económicas; y en un larguísimo etcétera.
Poco después de que Cristina Fernández anunció su candidatura a vicepresidenta, Rafael Correa sorprendió (a quien no haya perdido aún su capacidad de asombro) anunciando la posibilidad de hacer lo propio en las próximas elecciones ecuatorianas. El principio de la imitación desfilaba triunfal por las pasarelas de la política latinoamericana. Los comicios argentinos mostraron que la estrategia fue exitosa para Fernández de Kirchner en términos electorales. Pero el aliento de esta historia es mucho más largo que un proceso electoral. Será necesario esperar varios años para saber si la estrategia resulta exitosa para Fernández de Kirchner, para Correa, para ambos o para ninguno. En todo caso, conviene reflexionar al respecto a priori para que sus posibles consecuencias no nos tomen por sorpresa.
Imaginemos una región en la que 3, 4, 6 presidentes son en realidad delegados de sus vices. Las consecuencias son difíciles de prever, pero puede uno figurarse algunas perspectivas muy poco halagüeñas. En primer lugar, se normalizaría esta utilización torticera de las instituciones. Lo excepcional se transformaría en habitual; y sobre lo habitual, por ilegítimo que sea, caben siempre menos dudas y sospechas que sobre lo excepcional. Así, por repetición en diferentes espacios, se naturalizaría lo que es contra natura.
En segundo lugar, en numerosos casos –entre ellos, el argentino–, el presidente de hecho, por su condición formal de vicepresidente, sería presidente del Senado. El diseño institucional por el que se situaba al vicepresidente al frente de la Cámara descansaba en la idea de que el vicepresidente no era en realidad quien ostentaba el poder máximo dentro del gobierno. Invertidos –o al menos solapados– los papeles de presidente y vice, lo que resulta es una violación flagrante de la división de poderes, principio esencialísimo de todo sistema republicano y liberaldemocrático.
En tercer lugar, ¿cómo podemos imaginarnos una cumbre regional de presidentes? Se trataría de un encuentro teledirigido por los mandatarios reales de los países en donde se aplicó la imitación. En otras palabras, de una farsa. En sentido contrario, al organizarse cumbres de vicepresidentes habría que sospechar que es allí donde se estarían tomando verdaderamente las decisiones de calado. Otra farsa, más grave aún que la primera.
Produce desazón observar que la imitación, que en algún momento se utilizó –y sigue pudiendo utilizarse– para parecerse a los mejores, se ponga en cambio al servicio de reproducir artimañas de quienes actúan de manera irresponsable. El uso de la palabra "irresponsable" no es fortuito. Irresponsable es quien no responde por sus actos. Y aquí hay una clave de la estrategia de Fernández de Kirchner, y quizá de Correa, que conviene tener en cuenta. El empleo de la vicepresidencia de este modo presenta una gran ventaja para Fernández de Kirchner y para quienes la imiten: solo son responsables de la gestión de sus respectivos Ejecutivos en la medida en que lo estimen conveniente. Si el gobierno es exitoso a ojos de los votantes, cuando lleguen las siguientes elecciones pueden afirmar que ellos fueron parte vertebral del proyecto y que durante el siguiente mandato le quieren dar continuidad asumiendo ellos la presidencia. Si las encuestas no son favorables para el equipo de gobierno, pueden distanciarse y ser críticos con la gestión de sus compañeros de Ejecutivo, proponiendo una administración diferente para los siguientes cuatro años. ¿O acaso Alberto Fernández piensa que Cristina utiliza las instituciones a su conveniencia, pero no hará lo mismo con las personas, empezando por él? Una vez más nos encontramos con los peligros del personalismo; solo que en este caso, por las ironías del destino, se cebaría con aquellos que celebran la añagaza de Cristina y son cómplices de ella.
Valga lo mismo para Correa, con algunos matices. Primero: en Ecuador, ante la vacancia permanente del vicepresidente, la Asamblea Nacional elige a un vice sustituto a partir de una terna propuesta por el presidente. ¿Multiplica esto los incentivos para que el presidente fuerce a renunciar a un vice incómodo, sabiendo que puede reemplazarlo por otro más de su agrado? Seguramente no hay una respuesta rotunda para esta pregunta, pero es indudablemente una alternativa que Correa habría de tener en cuenta a la hora de hacer sus cálculos políticos. Segundo: a propósito de cálculos políticos, es necesario remarcar que la tentación de Correa no es auténtica, es imitación; Correa no es Fernández de Kirchner, su candidato a presidente –sea quien fuere– no será Alberto Fernández, Ecuador no es la Argentina. Emular midiendo muy bien las consecuencias, como hicieron los constituyentes latinoamericanos hace doscientos años, es de sabios; imitar sin calcular bien los efectos, confundiendo la forma con el fondo, es de necios.
Solamente la necedad, combinada con una subversión de los valores que deberían encarnar los dirigentes políticos, explica que Correa haya definido la artimaña de Fernández de Kirchner como "inteligente". Está el ecuatoriano a tiempo de reflexionar, de darse cuenta de que la maniobra no es inteligente: es astuta. Y de que imitar astucias ajenas es temerario.
Profesor e investigador en la Universidad de Gerona