La democracia representativa, bajo el examen de los centennials
La clásica democracia liberal no logra garantizar procesos de gobierno capaces de resolver niveles catastróficos de desigualdad; tan extrema es la cuestión que, a nivel mundial, se están creando brechas económicas que atentan directamente contra el orden sociocultural y, en consecuencia, contra la propia legitimidad de las democracias modernas. Es decir, está debilitándose su principal sostén: la confianza que inspira en la población.
Si el sistema político no logra controlar estos niveles destructivos de desigualdad, incluso los más ricos del planeta (el 1% de la población mundial que concentra la mitad de la riqueza total) podrían estar disfrutando de los mejores camarotes del Titanic.
En este contexto, los sistemas políticos modernos se muestran impotentes y quedan expuestos a tremendas contradicciones. Ahora bien, la gravedad de la cuestión se acentúa cuando, en medio de esta etapa de profunda crisis de legitimidad, hace su desembarco en el juego político y avanza por sobre la democracia la denominada "generación centennial", cuya influencia viene con la fuerza de quienes en la actualidad representan el 25% de la población mundial.
La pregunta que surge entonces es: ¿cómo observan y valoran los chicos y chicas que tienen entre 14 y 25 años la clásica democracia representativa?
Esta pregunta debe ser abordada desde dos aspectos diferentes, pero a su vez complementarios: el institucional y el personal.
Desde lo institucional, los centennials perciben cómo se democratizaron las burocracias estatales y los respectivos procedimientos electorales de acceso al poder, sin que esto haya tenido una correspondencia directa en el ámbito personal; es decir, para estos jóvenes, los beneficios de la democratización de los sistemas de gobernanza no impactaron en la realidad de sus propias vidas. Porque en la visión centennial la desigualdad ha estado siempre fuera de control y la economía responde a intereses y sectores que poco y nada tienen que ver con ellos y sus necesidades, el sistema actual no ha hecho más que exprimirlos y convertir sus vidas en puras dificultades. Más aún, gran parte de la población joven mundial, incluida la del desarrollado norte global, no consigue acceder a niveles mínimos de vida ni garantizar aspectos elementales de un futuro en el que estudiar no implica necesariamente conseguir trabajo. Es decir, para los centennials, la democracia representativa democratizó las instituciones, pero no sus vidas.
Efectivamente, para los nacidos entre 1994 y 2000, la decimonónica democracia representativa no resuelve sus problemas, no equilibra fuerzas, no les asegura una igualdad real de oportunidades y en caso de que sean un riesgo para el sistema los criminaliza el poder punitivo -recordemos que actualmente en la Argentina, donde los centennials representan el 27% de la población, el Congreso Nacional está debatiendo una nueva ley de responsabilidad penal juvenil, que propone bajar la edad de imputabilidad a los 15 años-. Pero hay más, pues esa democracia que no los contiene tampoco es capaz de resolver el gravísimo problema ambiental: una verdadera prioridad para dicha generación.
En consecuencia, su confianza en el sistema político se deteriora día tras día, pues ante su mirada la primitiva democracia liberal -basada en la representación tradicional a cargo de partidos- ha consistido básicamente en un desfile de políticos y gobiernos incapaces de evitar el constante deterioro económico de ellos mismos y de sus familias, de sus amigos, de sus maestros, de sus vecinos y de sus abuelos; lo cual se expresa en un duro descreimiento hacia los actuales mecanismos de intermediación política.
Esto explica, en gran medida, la razón por la cual las formas de representación y de intermediación tradicionales no solo dejaron de contar con la confianza joven, sino que directamente son asumidas como una parte sustancial del problema, de manera que los partidos políticos son percibidos como viejas burocracias o como emprendimientos privados cuasi empresariales que asumen determinados sectores o individuos con el poder económico y mediático suficiente.
Por todo ello, los centennials son la primera generación que ha observado y experimentado siempre la típica democracia de partidos como una mera contienda electoral por el poder público entre diversos candidatos lejanos a sus realidades.
En ese contexto, la democracia representativa -que para las generaciones pasadas argentinas se identifica fuertemente con la recuperación de derechos y libertades civiles y políticas- ante la mirada centennial ha quedado expuesta desde su debilidad; es decir, como un sistema basado en rudimentarios mecanismos y prácticas políticas útiles para ordenar el tablero burocrático e institucional, pero desesperantemente débiles al momento de resolver los verdaderos problemas y las crecientes dificultades en la vida real de las personas.
Es importante entonces destacar que el casillero del tablero democrático desde el cual parten los centennials se encuentra significativamente más adelante que el de las generaciones pasadas, las cuales, directa o indirectamente, experimentaron la ausencia total del Estado de Derecho; o sea, estuvieron fuera del tablero.
Allí radica un elemento central de la intensidad en el reclamo democrático centennial, por cierto mucho más pretencioso que el exigido paralelamente al sistema político por las generaciones millennial y baby boomer.
En definitiva, y a la luz de lo señalado, no es extraño que el actual formato representativo basado en el sistema de partidos políticos diseñado hace casi dos siglos ya no cuente con la confianza de los jóvenes y, en consecuencia, excepcionalmente algo que provenga del régimen vigente podrá generar algún tipo de entusiasmo en ellos.
Por tal razón es que para la generación centennial -que en nuestro país significa seis millones de chicos y chicas en condiciones de votar, es decir, su voz tiene la potencia de un prometedor 22% del padrón electoral- tanto las actuales formas políticas de representación como el modo de gestionar que les propone la democracia deben ser reformuladas o bien superadas por un nuevo sistema de diálogo político, desarrollado en ambientes dinámicos, mediante nuevos lenguajes y por fuera de la jaula burocrática.
A ello se suma que los altos niveles de frustración han inoculado en dicha generación un fuerte pesimismo que va más allá de las formas de gobernanza, pues se ha generado directamente un pesimismo de tipo antropológico, y por consiguiente, una fuerte desconfianza en el hombre.
Los centennials, más cómodos con la tecnología, no le temen a un verdadero cambio tecnológico que rompa las relaciones y los canales tradicionales entre la ciudadanía y la gobernabilidad. En particular, para ellos la idea de la representatividad nacida en el siglo XIX tampoco encaja en la modernidad digital de plataformas y redes sociales del siglo XXI, lo cual abre una puerta hacia horizontes disruptivos.
Doctor en Ciencias Jurídicas. Especialista en Constitucionalismo