La Argentina, ante un nuevo vía crucis
H ay quienes no consideran imprescindible que un gobierno no peronista pueda terminar su mandato en paz y que desean con todas sus fuerzas que esa maldición de la democracia, que ya lleva 91 años de vigencia, persista aun poniendo en riesgo su propio futuro político. Intuyen que algo profundo para bien cambiaría en el sistema democrático argentino y están resueltos a evitarlo. Un final dramático y descarrilado es condición indispensable para que el que venga a continuación sea una suerte de salvador hegemónico con la suma del poder público. La receta no es nueva.
El peor instinto del peronismo en circunstancias institucionales complicadas vuelve a emerger con todas sus fuerzas, como sucedió entre ellos mismos cuando hicieron saltar por el aire en julio de 1973 al presidente Héctor J. Cámpora en medio de una interna violenta y suicida; fogonearon saqueos y pusieron contra la pared al presidente Raúl Alfonsín, en 1989, para que apurase la entrega del poder a Carlos Menem y, a fines de 2001, prefirieron la sucesión de fugaces mandatarios interinos de su factoría (Puerta, Rodríguez Saá, Camaño, Duhalde) que sostener la trémula gobernabilidad del presidente Fernando de la Rúa.
Una vez más, cual peligroso depredador, acecha a su debilitada presa dispuesto a no otorgarle el más mínimo resquicio. Ni siquiera en una circunstancia como la actual, tan propicia para reconfirmar su triunfo en las elecciones del 27 de octubre. Podrían llenarse de gloria, incluso, al demostrar grandeza y que llegan renovados y distintos. Pero no: como en la fábula de la rana y el escorpión, la naturaleza instintiva del peronismo no admite tolerancia ni buenos modales. Golpea allí donde más duela sin medir si el árbol también pueda caérseles encima. Tanto en 1989 como en 2001 la precipitación de los acontecimientos devino en hiperinflaciones o devaluaciones que arrojaron a la pobreza a grandes porciones de la población. No es casual que buena parte del mismo staff que no quiso cumplir con el valor simbólico del traspaso del mando, en 2015, ahora agite los peores fantasmas para impedir que ese mismo mandato llegue a su normal y muy próxima finalización.
Es indiscutible que el Gobierno cometió cantidad de profundas inconsistencias económicas, agravadas por la gran sequía del año pasado, la guerra comercial entre EE.UU. y China y los sucesivos tsunamis cambiarios, particularmente desde abril de 2018. En las PASO funcionó un fuerte voto castigo contra Macri por su nula dedicación a los bolsillos de la clase media para abajo durante su gestión. Pero, atención, que desde entonces hasta el día de las elecciones presidenciales, previstas para el 27 de octubre, los votantes no solo tienen bajo minuciosa observación al Gobierno, y cómo saldrá de esta crisis o no, sino que también examina cuidadosamente qué es lo que ofrece Fernández como alternativa, si se comporta como un verdadero estadista en tan difíciles circunstancias o lo hace de manera desaprensiva. Lo que está dejando ver de él en este tiempo brinda indicios de si será un presidente sobrio y racional o proclive al desborde; si tendrá todo el poder en sus manos o deberá dedicarle energía a su complicado frente interno con el kirchnerismo duro.
Tampoco al Gobierno le parece importante adelantar cuál es su plan para un eventual segundo mandato, ni cómo piensa transformar una cultura de especulación financiera con tasas y divisas por las nubes en una que aliente la producción, el consumo y multiplique las fuentes laborales. La intermitencia entre medidas heterodoxas y devaneos liberales a lo Adam Smith, que ya ni los países más desarrollados practican a rajatabla, nos metió en un callejón sin salida. Han sido importantes las obras públicas encaradas y los esfuerzos para recortar el gasto público, pero la idea de pensar que los votos solo se juntan por WhatsApp y con edulcoradas historias de Instagram fluctúa entre la soberbia y la ingenuidad.
¿Qué molestó más para encender la última mecha? ¿Las declaraciones del fin de semana anterior del ministro Hernán Lacunza sobre que "no sirve tener reservas estables y el dólar como un barrilete" o la multitudinaria marcha de autoconvocados a favor del oficialismo que llenó el Obelisco, Diagonal Norte y la Plaza de Mayo el 24-A? ¿Le fastidió al Frente de Todos que el Gobierno se afirmara y resolvió que lo mejor era intentar humillarlo no ya intentando una nueva derrota electoral, sino propiciando una salida anticipada?
Sean algunas de estas razones o ninguna lo cierto es que los muy abruptos cambios de humor de Alberto Fernández van quedando más expuestos en la vidriera pública. Ya fueron muy comentados en su momento sus exabruptos del pasado en redes sociales y algunas intemperancias más recientes con periodistas. El papel que le sienta mejor al candidato elegido por Cristina Kirchner es cuando se expresa con tranquilidad y control de sí mismo. En sus intensas recorridas, incluso por medios de comunicación que no le son afines, exhibió esa buena estrategia para pescar nuevas voluntades entre quienes no lo votaron. Pero rompió ese tono en su áspero documento al FMI y en su declaración a The Wall Street Journal de que la Argentina entró en "default virtual".
Horas de rumores tremebundos, medidas apuradas e incertidumbres. La Argentina transita, una vez más, un nuevo vía crucis.
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