La alta presión impositiva es síntoma de la desigualdad
Es fundamental diseñar una nueva matriz tributaria y exigir que políticos y funcionarios rindan cuentas comprensibles
Es notable la rapidez con que se ha instalado entre nosotros una certeza: la alta presión impositiva constituye uno de nuestros mayores problemas. Claro que certezas de este tipo deben ser continuamente reforzadas por los sectores interesados en que nadie las discuta. De ahí que se repita a diario que es una de las presiones más altas del mundo (lo cual es falso) y se ponga como ejemplo a las pymes, que no podrían sobrevivir si le pagaran a la AFIP (lo cual, en muchos casos, es verdadero). Solo que esa certeza misma, tal como está planteada, se vuelve un serio impedimento para que se desarrollen nuestra economía, nuestra sociedad y nuestra incipiente democracia. Intentaré explicar por qué. Pero antes, una aclaración. No dudo en absoluto de que la mayoría de los argentinos nos sentimos legítimamente abrumados por los impuestos nacionales y provinciales y por las tasas municipales que debemos pagar. La cuestión es tratar de entender cómo y por qué hemos llegado a este punto.
Comencemos por las evidencias. En números redondos, nuestra presión tributaria equivale a un 30% del PBI. La de Francia, es de un 48%; la de los países escandinavos varía entre un 44% y un 46%; la de Alemania, Italia o Austria oscila en torno al 42%; la del Reino Unido, es de un 35%; etc. (La media de los países de la OCDE supera el 34%.)
Pero ¿por qué esa certeza halló sin embargo un terreno fértil para instalarse? Porque ya desde los tiempos de Adam Smith se sabe que una de las claves de un buen sistema fiscal es el principio de equivalencia: el ciudadano sostiene con sus aportes al Estado a cambio de que este le brinde seguridad, justicia, servicios adecuados, etcétera. Desafía al sentido común que haya que mantener escuelas u hospitales públicos que funcionan mal o no funcionan o a una burocracia que se agranda mientras la economía marcha de crisis en crisis. (Datos recientes de la Cepal muestran que, en América Latina, el gasto público realmente destinado al crecimiento supera apenas el 3% del PBI, o sea, menos de una tercera parte de los fondos que se evaden o fugan de la región). Por eso no es extraño que allí donde el principio de equivalencia opera más o menos bien, la presión tributaria genere pocas quejas y que, en cambio, las encuestas registren una oposición generalizada a que se recorten los programas sociales o las inversiones en infraestructura.
Precisamente, esto es algo que rara vez se discute fuera de los ámbitos especializados: la composición misma de la presión tributaria que se cuestiona. De esto no se habla y no es por casualidad. Justamente porque nuestro país carece de genuinas tradiciones democráticas, nunca se fomentó aquí el interés cívico por el tema y las políticas fiscales han sido decididas siempre de arriba hacia abajo por los dirigentes militares o civiles de turno. Basten dos ejemplos. Uno, la abolición del impuesto a la herencia por Martínez de Hoz en 1976, que persiste hasta ahora. Otro, en los 90 y a impulsos de Cavallo, la suba del IVA del 13% al 21% en poco más de tres años.
A esto se agrega que en el último medio siglo no hemos tenido un auténtico sistema impositivo, estructurado orgánicamente en términos de un proyecto económico y social sustentable en el mediano y largo plazo. De ahí los parches y las enmiendas que han llevado a una maraña de más de 160 gravámenes nacionales, provinciales y municipales, allí donde un país como Alemania no supera los 40. Es cierto que menos de 10 de esas contribuciones dan cuenta del 90% de la recaudación total, lo que nos permite echar un vistazo a las bambalinas elitistas de una presión tributaria que de otro modo sería inaccesible para los ciudadanos de a pie. Guiará nuestra mirada la diferencia entre el carácter progresivo o regresivo de la fiscalidad que se aplica. En términos muy simples, esto quiere decir que en un caso pagan más quienes más tienen y en el otro, acaban pagando más los que menos tienen. Ilustraciones paradigmáticas de la progresividad: los impuestos nacionales a las ganancias y a las sucesiones y los provinciales a los inmuebles. A la inversa, el IVA (en el plano nacional) e ingresos brutos (en el plano provincial) son expresiones típicas de la regresividad.
Tomemos el impuesto a las ganancias. En los países desarrollados, aporta en promedio un equivalente al 14 o 15% del PBI. Entre nosotros, en el mejor de los supuestos, la cifra llega apenas a un 5 o 6%. Inciden en esto el bajo nivel relativo de las alícuotas, la informalidad y, sobre todo, los grados excepcionales de evasión y elusión, que exceden largamente el 50%. ¿Cómo compensa el erario esta falta de ingresos? Con un impuesto tan regresivo como el IVA, con el cual obtiene casi el doble, pese a una evasión también altísima. Otro tanto sucede en la esfera provincial. Como ha mostrado Antonio Figueroa, en un país agroexportador como el nuestro, los ingresos que genera el impuesto inmobiliario rural (dadas las bajas valuaciones fiscales de los campos) resultan 6 o 7 veces menores que en Canadá, Australia o EE.UU. Esto se suple recurriendo a ingresos brutos, un gravamen aun más regresivo que el IVA. Según datos oficiales para todo el país, ingresos brutos le aporta hoy al fisco un 77% y el impuesto inmobiliario un magro 5%. En provincias donde hay niños que se mueren de hambre, las cifras respectivas son aún más bochornosas: Salta, 87% y 1%; Formosa o Catamarca, 82% y 2%; etcétera. Los estancieros duermen tranquilos.
Al descorrer un poco el velo, se advierte de inmediato que la alta presión tributaria es solamente un síntoma. La enfermedad que lo causa es una desigualdad rampante que no se va a resolver desde arriba y mucho menos si es que aspiramos a construir una democracia digna de su nombre. Por eso resulta fundamental no dejar el tema en manos de supuestos expertos, romper los cánones ideológicos que custodian, informarse, diseñar una nueva matriz impositiva y exigir que políticos y funcionarios rindan cuentas que todos puedan entender. Es una tarea ardua que va a llevar años, que va a enfrentar una resistencia feroz y que debe comenzar en el campo de las ideas, todavía dominado por la revolución fiscal conservadora que triunfó en Occidente en los años 80. (Nótese que tampoco esta revolución se impuso de la noche a la mañana, que se gestó durante casi medio siglo y que también se inició en el plano cultural.)
Esto vuelve especialmente útil aprender de otras experiencias, para lo cual contamos hoy con trabajos tan importantes como los de Thomas Piketty, que se apoyan en datos reunidos por más de 100 investigadores de 80 países. Estos datos confirman que un sistema fiscal progresivo y un gasto público eficiente son centrales para el crecimiento y la democracia. Así, la alícuota del impuesto aplicado a las rentas más altas a partir de cierto umbral, alcanzó entre 1932 y 1980 una media del 81% en Estados Unidos y del 89% en el Reino Unido (en la misma época, la nuestra era de menos de la mitad, con una evasión enorme). Y en ambos países, el aumento de la productividad fue mucho más elevado en esos años que durante 1990-2020, cuando se redujeron drásticamente aquellas tasas al amparo de la insostenible "curva de Laffer". En otras palabras, a mayor igualdad, mayor desarrollo; y a mayor desigualdad, menor desarrollo. Mientras quienes se quejan por la alta presión tributaria no comprendan sus causas reales, cambiarán los gobiernos pero no la situación de fondo.