Axel Kicillof y el regreso de un fantasma conocido y perturbador
Los próximos pasos que adopte el gobernador bonaerense tendrán indudables efectos en el frente interno y también en el externo
Por su papel como ministro de Economía durante el segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner, el apellido Kicillof está, en el mercado financiero, estrechamente asociado a dos conceptos: mala praxis y severas crisis de deuda. Lo acaba de definir con su tradicional crudeza Miguel Pichetto: en Wall Street, "Kicillof" es mala palabra.
Mirado en perspectiva, tal vez se trate de un prejuicio o de una exageración: fue el responsable de alcanzar un acuerdo con el Club de París increíblemente ventajoso para los acreedores de la Argentina. Los fondos buitre que litigaron con paciencia en contra del país en los tribunales de Nueva York también lograron extraordinarios beneficios gracias al inapropiado abordaje de Axel o de su jefa. Incluso los accionistas de Repsol deben tener la foto del flamante gobernador de la provincia de Buenos Aires en sus mesitas de luz para recordar la nacionalización de YPF, esa decisión soberana sobre la cual aún quedan varios juicios pendientes con un pasivo contingente para nada despreciable. En definitiva, los antecedentes de Kicillof como negociador en el marco de cuestiones complejas parecen indicar que quienes lo enfrentan tienen muchas chances de salir victoriosos. Esto explica, al menos en parte, las dificultades que está encontrando en esta saga que tiene en vilo al país entero, con amenazas y escarceos poco creíbles.
¿Será distinto en esta oportunidad, con la principal provincia de la Argentina a punto de entrar en default?
Las movidas que decida Kicillof afectarán diferentes engranajes en dos ámbitos que le resultan bastante hostiles: el de las finanzas internacionales y el de la política doméstica. La principal duda se centra en cómo podría impactar un episodio de semejantes dimensiones en el inestable equilibrio de poder que existe dentro del territorio bonaerense, donde una amplia constelación de actores (incluyendo el PJ, La Cámpora y Juntos por el Cambio) siguen sintiéndose ignorados por el gobernador, una figura ajena al distrito y que carece tanto de una historia militante reconocida en la provincia como de un poder territorial propio. Nada original: se trata de una constante que viene repitiéndose desde hace dos décadas. Carlos Ruckauf, Felipe Solá, Daniel Scioli y María Eugenia Vidal padecieron las mismas miradas torvas de propios y ajenos. La diferencia radica en que, en el caso Kicillof, si la provincia no pudiera afrontar sus compromisos de deuda condicionaría tanto su gobierno -a apenas dos meses de comenzada su gestión- como su proyección política a nivel nacional. Al mismo tiempo, afectaría indirectamente la figura de Cristina.
En simultáneo, aparece el riesgo de que este episodio tenga un efecto contagio que arrastre al resto de las provincias: las circunstancias del distrito más poblado de la Argentina podrían incidir de manera negativa en la capacidad de los otros gobernadores para reestructurar sus respectivas deudas y, eventualmente, de acceder a financiamiento en el futuro, por lo que el accionar de Kicillof también cuestiona la lógica de gobernabilidad provincial a lo largo del país.
La competencia no se limita a sus pares, sino que además existe una lucha de estilos y de enfoques con el actual ministro de Economía: Martín Guzmán, con su impronta de economista competente que se siente parte del sistema capitalista global, se presenta como su contracara. Dispuesto a dar pelea, apunta a desarrollar un programa integral (del que nada se conoce, pero que, extrapolando lo hecho hasta ahora, será todo lo heterodoxo que sea posible y todo lo ortodoxo que sea necesario), suma a su equipo a gente de enorme prestigio, como Daniel Heymann, y establece un diálogo constructivo con el FMI. "A Guzmán puedo entenderlo, aprendimos las mismas ecuaciones, pueden variar las ponderaciones o las prioridades, pero la manera profesional de mirar la economía es la misma", señaló recientemente Ricardo López Murphy. El éxito del "estilo Guzmán" implica entonces un cuestionamiento al "método Kicillof", en particular en torno a la cuestión de la deuda.
Cuando una negociación es compleja, cada palabra cuenta y cada gesto puede ser determinante, por lo que es imprescindible ser particularmente cuidadoso en el momento en que se decide propalar amenazas: si uno no está dispuesto a ir a fondo y hacer tronar el escarmiento, los costos reputacionales pueden ser devastadores. ¿Por qué alguien habría de tomar en serio una advertencia posterior si no hubo consecuencias efectivas la primera vez? La credibilidad queda afectada de forma permanente. Por eso, antes de jugar duro, es necesario evaluar si luego será posible sostener esa posición extrema que, seguramente, implicará grandes riesgos y costos proporcionales a la importancia de lo que se está negociando.
Un capítulo curioso y lamentable de la dura historia reciente de Medio Oriente puede contribuir a comprender la dinámica de esta clase de situaciones. En agosto de 2013, el gobierno de los Estados Unidos consideró probado que el régimen de Bashar al-Assad había hecho uso de armas químicas en ataques contra los rebeldes en Guta, una localidad ubicada en las afueras de Damasco, la capital de Siria. El episodio produjo al menos 1400 víctimas mortales civiles. En medio de un conflicto terrible que derivó en un drama humanitario con millones de refugiados, el entonces presidente Barack Obama llevaba meses repitiendo que precisamente las armas químicas constituían la "línea roja": si Al-Assad se atrevía a cruzarla, debía atenerse a las consecuencias, incluyendo una dura represalia militar. Sin embargo, la respuesta de los Estados Unidos nunca llegó. La amenaza se incumplió y eso dinamitó el capital político (la credibilidad) de Obama en materia de política exterior.
Este efecto de "mucho ruido y pocas nueces" parece estar afectando ahora a Kicillof, que a medida que se acerca al precipicio amaga con ceder, ratificando así sus credenciales de negociador poco eficaz. Si llegara a entrar en default por US$250 millones se convertiría, por la insignificante dimensión del monto para una provincia como la de Buenos Aires, en uno de los eventos más ridículos de la historia financiera internacional. Se trata de una cifra equivalente al valor de reventa de cualquier plantel competitivo de la demacrada Superliga local de fútbol. ¿Vale la pena sacrificar su carrera política por tan poca plata?
Dentro del inquietante listado de riesgos y amenazas que pueden alterar el delicado curso de su todavía embrionaria gestión, es evidente que para Alberto Fernández la crisis de la deuda bonaerense y sus repercusiones políticas y financieras dentro y fuera de ese territorio es uno de los ítems que luchan por encabezar el ranking. Una cuestión que se debate en la intersección entre la política, los estilos de liderazgo, la concepción de ideas y las diferentes personalidades. Un mal paso puede producir un enorme condicionamiento para el desarrollo de esta administración y uno de los eventos más críticos que deba atravesar el actual presidente a lo largo de todo su mandato, tal vez similar por su influencia, legado, nivel de conflictividad y potencial desestabilizador a lo que significó la ley Mucci para Alfonsín o la crisis con el campo para Cristina.