Jueces militantes y jueces litigantes
Nos referimos, se impone aclararlo liminarmente, a los jueces de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Las normas que regulan a estos magistrados judiciales exigen la más alta autoridad moral (sic), reconocida competencia en materia de derechos humanos y las condiciones requeridas para el ejercicio de las más elevadas funciones judiciales conforme a la ley del país del cual sean nacionales, o del Estado que los proponga como candidatos (art. 72.1, Pacto de San José de Costa Rica). El Estatuto de la Corte, a su turno, dispone que deben actuar con honradez, independencia e imparcialidad (art. 11.1). Y declara incompatible toda actividad que afecte su independencia, imparcialidad, dignidad o prestigio propio del cargo (art. 18.1, c).
En la experiencia habida, al cargo de juez de la Corte Interamericana se lo ha visto compatible con actividades académicas, circunstancia por cierto entendible, pero también, de hecho, con la actuación como abogado litigante o el activismo político, incluso en casos muy sonados y dirigidos contra Estados miembros del sistema interamericano. Estas variables, afortunadamente, no son frecuentes, pero existen.
Esta situación partió de una concepción inicial de la Corte Interamericana, predestinada años ha –tal vez– a ser un órgano algo contingente, convocado de vez en cuando para resolver algunos pocos asuntos, y formada por jueces que no perciben remuneraciones estables ni acordes con cargos de desempeño permanente y casi full time. En tal escenario, no podría exigirse al juez que tuviera dedicación exclusiva, y se le otorgó, según el entender de algunos, un margen político de maniobra distinto al de un juez habitual.
Ese escenario ha variado sustancialmente. Por un lado, en múltiples casos, la Corte Interamericana ha destacado que la independencia y la imparcialidad (objetiva y subjetiva, lo subraya) de un juez es condición para el respeto al derecho humano al debido proceso (art. 8, Pacto de San José). En otras palabras, los litigantes y el pueblo tienen derecho a exigir que el juez sea imparcial e independiente. Y para el juez esa imparcialidad e independencia, más que un derecho, es una obligación.
Por otro, el trabajo de la Corte Interamericana se ha incrementado notoriamente. En este caso, coinciden varias causas. Por ejemplo, la sociedad latinoamericana está reclamando al tribunal regional una defensa más robusta, intensa amplia y pronta de los derechos humanos. Simultáneamente, la Corte ha desarrollado y extendido el texto y el contenido del Pacto de San José de Costa Rica, generalmente con acierto (desde luego, puede haber excepciones), en materia, por ejemplo, de la tutela de grupos vulnerables, del trabajo y del ambiente.
En ese contexto, a la Corte Interamericana se le exige hoy mucho más que ayer, y ella misma acepta ese desafío (ocasionalmente, hasta lo promueve). Al mismo tiempo, a través de la doctrina del "control de convencionalidad", el tribunal regional demanda a partir de 2006 a jueces, legisladores, a la administración y al ministerio público de cada país que efectivicen en sus ámbitos respectivos la doctrina que ella sienta en sus sentencias y opiniones consultivas. Ello implica que no apliquen las reglas nacionales opuestas al derecho internacional de los derechos humanos (control represivo) y que las hagan funcionar conforme sus directrices (control constructivo de convencionalidad). Por una vía u otra, la Corte ha asumido roles nomogenéticos, o creadores de normas.
En síntesis, que actualmente un juez de la Corte Interamericana pleitee en tribunales o incursione en actividades de militancia política no resulta ética ni funcionalmente aceptable. En verdad, tiene mucho –demasiado– trabajo para hacer como magistrado del tribunal regional, con muy importantes casos para resolver y que esperan una decisión pronta. Y además, si requiere a los jueces nacionales independencia e imparcialidad, por cierto que con encomiable razón, debiera dar ejemplo de ello en su propia casa.
Se impone una enmienda del Estatuto de la Corte Interamericana para poner las cosas en su lugar, incluyendo remuneraciones dignas para magistrados de actuación permanente. Mientras tanto, un serio examen de conciencia de sus miembros debería instrumentar ya pautas de comportamiento acordes con las creencias sociales imperantes en materia de independencia e imparcialidad. Como apuntamos, el art. 18 inc. 1, c del Estatuto de la propia Corte impone esa reflexión.
Profesor en la UBA y en la UCA. Presidente honorario del Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal Constitucional