Gaël Faye. "No creo que haya sociedades donde no exista el racismo y todo sea tolerancia"
Hijo de francés y ruandesa, rapero y escritor, aborda en su primera novela la catástrofe del genocidio de Ruanda y asegura que el drama de nuestra época es la ceguera ante las diversas violencias
"Llegué a París desde un mundo que la sueña", cuenta, a ritmo de rap, Gaël Faye en la canción "Paris métèque", declaración de amor a la capital de Francia donde el artista, admirador de Cesaria Evora y creador de las delicadas letras de lo que define como "un rap de la nostalgia", le canta a la París mestiza, y le dice: "Para merecerte, te escribiré poemas".
Nacido hace 37 años en Burundi, hijo de padre francés y madre ruandesa, Gaël, que en su momento cursó un máster de finanzas y trabajó en un fondo de inversiones en Londres, es hoy un exitoso rapero, autor de luminosas piezas musicales. Es también el escritor que cosechó no pocos premios -entre otros, el Goncourt des Lycéens- tras la publicación de Pequeño país (Salamandra) su primera novela, que presentó recientemente en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Con evidentes ecos autobiográficos, Pequeño país narra la historia de Gabriel, un niño de diez años cuya plácida existencia en un barrio acomodado de la ciudad burundesa de Buyumbura se va resquebrajando ante la lenta e insidiosa penetración de la violencia. Su mundo familiar, amistoso y vecinal se derrumba tras la eclosión de la guerra civil en Burundi en 1993, y el genocidio en el vecino país de Ruanda en 1994, cuando 800.000 tutsis fueron masacrados a manos de la población hutu. Como el Gabriel ficcional, Faye sufrió el exterminio de su familia materna en Ruanda y debió exiliarse en Francia a los 13 años de edad. Actualmente, vive entre París y Kigali, la capital de Ruanda, donde se instaló junto con su esposa franco-ruandesa. De hecho, Dafroza y Alain Gauthier, sus suegros, son los fundadores del Colectivo de Partes Civiles para Ruanda (CPCR), entidad que se dedica a encontrar a los responsables del genocidio ruandés que permanecen impunes en Europa, y llevarlos ante los tribunales franceses. "Para rehabilitar a las víctimas en su humanidad, la única solución es la justicia", afirma Faye, que forma parte del Colectivo.
¿Cómo nace Pequeño país?
Por un lado, estaba frustrado con la recepción de una canción a la que había llamado "L'ennui des après-midi sans fin" (El aburrimiento de las tardes sin fin). Allí explicaba cómo me aburría terriblemente en Burundi, cuando era pequeño. Y cómo ese aburrimiento finalmente se transformaba en motor de creación. Fue un poco una canción maldita: la discográfica no la quería incorporar al álbum en el que trabajaba, y al público no le gustó. Sin embargo, yo tenía la impresión -todavía la tengo- de que era la canción más linda que había escrito. Y quise convertirla en una novela. En esa misma época, me escribió Catherine Nabokov, una editora cuyo hijo adolescente escuchaba mis canciones. Ella me preguntaba si no tenía ganas de escribir otra cosa, además de composiciones musicales. Yo no me tenía confianza para escribir una novela, pero contar con la mirada de alguien que pertenecía al mundo editorial me dio impulso. Porque no era un amigo o tu esposa, que te dicen "sí, escribí, qué lindo lo que hacés", sino alguien que tenía una mirada profesional, una distancia.
¿Es verdad que el atentado contra Charlie Hebdo te decidió a incorporar el genocidio ruandés a la trama del libro?
Al comienzo, quería escribir solamente la historia de una infancia banal en Burundi. No quería introducir el tema de la guerra, porque ese es el prisma a través del cual siempre se habla de Burundi. La idea era plasmar la vida; lo cotidiano de las historias que se desarrollan en Burundi o donde sea, más allá de exilios, guerra, genocidio. Quería describir a la gente con vidas comunes, en un lugar simple. El paroxismo en la vida de Gabriel sería la separación de los padres. Pero, efectivamente, mientras estaba escribiendo la novela se produjo el atentado, en el mismo barrio donde vivo. Y todo, el clima posterior, las conversaciones entre mis amigos, me retrotrajo a 20 años atrás. Hay una imagen que tengo presente desde hace mucho tiempo, que es la del impasse; un capullo, como el de las crisálidas. Tengo la impresión de que en esta época vivimos en capullos, lugares agradables donde podemos recluirnos, pero que se convierten en una trampa. Francia me hizo pensar en esto: en el deseo de recortarse del mundo, la convicción de que la violencia siempre está afuera, lejos de casa. Entonces, cuando la violencia irrumpe dentro del capullo, la gente no sabe cómo actuar. Es también la imagen de mi infancia en Burundi: vivíamos en un capullo, en el callejón al que daban nuestras casas, en esas tardes sin fin, con nuestra imaginación de niños, protegidos de una violencia que existía, pero no veíamos. Porque la violencia no es solo la kaláshnikov o el cadáver en la calle; la violencia está en las relaciones humanas, en las palabras que empleamos.
¿Te referís a una violencia que lo impregnaría todo?
Lo que quiero decir es que el germen de la violencia está siempre presente. El debate es cómo mantener el equilibrio en este fermento de violencia para que se sostenga la civilización. No creo en una sociedad donde no exista el racismo, donde todo sea tolerancia? Existen contrapesos, un contrapoder que hace que la violencia no eclosione. El riesgo es que cada uno se encierre en su propio capullo y no participe en el contrabalanceo. Hay una sensación muy fuerte, que viví en Europa: para mis amigos franceses, el genocidio, la violencia eran naturales en África, algo propio de países lejanos, no del propio.
En abril se cumplieron 25 años del genocidio en Ruanda. ¿Cómo viviste ese aniversario?
Continúa siendo un trauma enorme. Estuve en Kigali [capital de Ruanda] durante la semana de la conmemoración. Se hacen actos de memoria en los barrios, en las escuelas; se encuentran las familias. Yo estuve con mis primos: todos muy jóvenes, de menos de 30 años. Una prima me presentó a un amigo, les pregunté desde cuándo se conocían. "Desde el genocidio", respondieron. Ellos te dicen algo así, y luego, a la nochecita comen cacahuates, toman vino blanco? (sonrisa). En Ruanda, en todas las conversaciones, aun en las más triviales, aparece la palabra "genocidio". Hay que comprender, además, que el 70 por ciento de los ruandeses actuales nació después del genocidio. Es un país muy joven.
¿Un país de sobrevivientes?
Un país donde los sobrevivientes y los verdugos viven juntos.
¿Cómo se reparan las heridas de una tragedia así?
La reparación, en primer lugar, se hizo en los tribunales Gacaca. Son una forma de justicia ancestral, tradicional, a la que denominamos la Justicia del pueblo, y se basa en liberar la palabra. Todos participan. Hubo miles de condenados; la mayoría ya ha cumplido su pena, ya ha estado en prisión, y no hay más Gacaca. Y es verdad que esa palabra liberada, ese trabajo de justicia, ha permitido reparar un poco el tejido social. En este momento hay un discurso muy activo acerca de la resiliencia y la reconciliación. El presidente actual dice: "No quiero que los ruandeses estén separados, sino que cohabiten". De hecho, los observadores extranjeros y los mismos ruandeses aseguran que lo que se vive hoy es un milagro. Para Ruanda, 1994 es el año cero, el momento en que el país estuvo en carne viva. Ahora bien, en tanto artista, más que la dimensión política, me interesa la dimensión del corazón, la del alma. Y eso está claro que todavía no se ha curado; va a llevar varias generaciones. El personaje de Yvonne (la madre de Gabriel en Pequeño país) representa, para mí, la Ruanda actual.
Un personaje que termina devastado.
Sí. Hay un discurso mediático optimista sobre Ruanda, pero la carga está sobre las espaldas de los sobrevivientes. Son ellos los que deben hacer el esfuerzo. A ellos es a quienes les pedimos que lo hagan. Los asesinos mataron, estuvieron en prisión, ahora están libres; se ha dado vuelta la página y hay que seguir. La comunidad internacional no hizo nada en 1994 y ahora dice que Ruanda es un milagro. Y cuando vemos a los sobrevivientes, les pedimos que perdonen, que hagan la reconciliación. Le pedimos a gente que ha perdido todo, que dé vuelta la página. En la conmemoración de abril un sobreviviente me dijo: "La gente me pide que pase la página, pero ¿han leído, ellos, esa página?".
Realmente debe ser muy difícil.
Es difícil, porque es lo íntimo. Fuimos asesinados por los vecinos, por los amigos, no por un ejército. No se trata de otro país, no se puede recrear afuera, todo ocurrió fronteras adentro.
Actualmente vivís en París y en Kigali. ¿Qué te llevó a la decisión de instalarte en Ruanda?
Deseaba vivir en Ruanda con mi mujer y mis hijos porque nunca había vivido allí, y tenía una mirada un poco rota, quebrada. Conocí el cotidiano de Burundi, mientras que Ruanda siempre había estado en el relato familiar. Cuando iba de vacaciones, después de 1994, todo lo que veía lo ponía en conexión con el genocidio, incluso inconscientemente. Cuando me encontraba con un hombre mayor, y sabía que era hutu, quería saber si había asesinado. Si me subía a un taxi y el conductor tenía una cicatriz en el rostro, me preguntaba si le habrían dado un golpe de machete? La única manera de no ver el país así, es vivir allí. Ahora pienso en el genocidio durante la conmemoración, pero el resto del año, vivo.
En la novela, prácticamente toda la familia materna de Gabriel es exterminada. ¿Ocurrió algo similar con tu familia ruandesa?
Perdí mucha familia. Pero, a diferencia de mi mujer, que es franco-ruandesa, yo casi no conocía a los familiares de Ruanda, porque mi madre era exiliada política en Burundi. Un poco como Gabriel, veía a mis primos cada tanto. Cuando fueron asesinados, sentí pesar, pero sobre todo por mi madre y por mi tía. Yo no había crecido con ellos, me resultaban distantes. En cambio, mi mujer sí perdió a muchas personas a su alrededor, personas con las que había crecido y con las que vivía cotidianamente. Extrañamente, al crecer y darme cuenta de lo que sucedió, yo también entro a veces en fases de profunda tristeza. Sobre todo, porque el genocidio podría haber sido evitado. Mucha de mi familia se refugió en lugares donde había cascos azules, pero los cascos azules los abandonaron. Es algo que me predispone mal frente a las instituciones del mundo, y que está más presente desde que tengo hijos.
¿Occidente aún se debe una discusión más profunda sobre las consecuencias del colonialismo?
Bueno, las etnias en Ruanda son una construcción colonial. En la Ruanda precolonial, hutu, tutsi y twa eran categorías sociales. Eran castas: el que cultivaba la tierra era hutu y el que tenía vacas, tutsi; en una sociedad donde la vaca es sagrada, el tutsi era rico. Cuando llegaron los colonizadores, transformaron las categorías sociales en categorías raciales. Ahí es cuando comenzaron a medir la altura, la nariz, y a decir que los altos eran tutsis, y los pequeños, hutus. El ruandés integró esas concepciones raciales, y eso duró 100 años. Fue una desculturización. En 1994, durante el genocidio, los hutus mataban tutsis, y les gritaban: "Te corto las piernas para que seas más bajo". Ahí vemos cómo algo que al principio eran palabras, representaciones, se convirtió en violencia. En la Ruanda actual, está prohibido definirse en términos de etnia. Todo el mundo es ruandés.
¿Qué pensás de la mirada que desde Europa se suele tener sobre África?
En relación con la mirada de los franceses sobre Ruanda, por suerte no estoy solo, porque hay muchos artistas que viven en las dos orillas. Desde donde puedo, trato de establecer lazos, uniones. Intento quebrar una mirada que pueda ser paternalista o estereotipada. Busco implicarme políticamente en la relación entre Francia y Ruanda.
¿Algo de esto tiene que ver con el trabajo que realizan tus suegros?
Hace rato que soy miembro del Colectivo de Partes Civiles para Ruanda [sonríe]. Es un trabajo al que se vienen dedicando desde hace unos 15 años; algo que toma mucho tiempo. Para rehabilitar a las víctimas en su humanidad, la única solución es la justicia.
Que no es venganza.
Por supuesto, ya hemos sufrido mucho con la venganza.