Entre la posverdad y el "verdaderismo"
El "verdaderismo" -el principio que articula el discurso político del actual gobierno - pretende ser lo contrario a la posverdad. Sin embargo, es la contracara de una misma moneda: ambos son formas alternativas de negacionismo social. La posverdad, como he argumentado en otra oportunidad, es transversal a la verdad y la falsedad. Esquiva la verdad (y por ende la mentira) ignorándola, no negándola. La dimensión propia de la posverdad es el bullshit y la manipulación, y permanece indiferente a las coordinadas de verdad y mentira.
El verdaderismo, por su parte, elude la realidad social de otra manera. En lugar de desconocer la idea de verdad se sirve de ella con incesante vocación (y hasta enojo), pero sin nunca explicitar los supuestos sociales y normativos que dan sustento a las proposiciones que se postulan como verdaderas. Si bien el verdaderismo describe mundos que, en principio, pueden ser evaluados desde el eje axiológico verdad-mentira, evita especificar las condiciones valorativas y empíricas que confirmen la potencial veracidad de las afirmaciones.
Así, según el verdaderismo que subyace al discurso oficial, es evidente que el sufrimiento actual de una parte significativa de la población es necesario, ineludible y un indicador de bienestar futuro. No obstante, omite explicitar tanto los mecanismos sociales que conectan padecimiento presente y desarrollo posterior como los fundamentos morales que esclarezcan el bien último que se intenta alcanzar. A pesar de ello, todo esto se defiende en nombre de la verdad.
Si la verdad no es constitutiva de la posverdad ni organiza su discurso, el verdaderismo se erige sobre la dicotomía verdad-mentira. Sin embargo, en ambos casos la realidad -entendida como dimensión social intersubjetiva- se desvanece. En el primer caso porque se desconoce la verdad como referente de validación; en el segundo porque reduce la verdad a la autoevidencia. Ambos discursos son igualmente solipsistas (la verdad no existe o es mero acto de fe).
La autoevidencia y la autorreferencialidad intrínsecas al verdaderismo derivan de tres ficciones que organizan el discurso político del Gobierno. La primera es ficción del pensamiento único. El pensamiento único es un tipo de discurso político (prevalente durante los 80 en las gestiones neoliberales de Reagan y Thatcher) que determina que no hay alternativa viable al camino que se propone. Un problema, entre varios otros, de los discursos tipo TINA (por sus siglas en inglés There is no alternative) es que solo son ciertos si se los cree verdaderos. Como toda profecía autorrealizada, se prueba verdadera solo si se la acepta como tal, es decir, el criterio de verdad es interno a la proposición misma. No es simplemente que se necesita creerla verdadera para que lo sea, sino que lo único que necesita para su verdad es que se la crea tal. La proclama "no hay otra salida" requiere circularmente que la verdad, en tanto autoevidente, remita a la proposición misma. Si el camino es uno solo no hay necesidad de debate sobre la verdad, sino revelación.
La segunda ficción es la del outsider. El verdaderismo presupone también un lugar epistemológico de privilegio de acceso a la realidad social. Los portadores del mensaje del verdaderismo ven cosas que todos los demás no ven en virtud de su supuesta posición imparcial y externa a los acontecimientos históricos que nublan al resto de la sociedad. El outsider de "los últimos 70 años" tiene un acceso privilegiado a la verdad del problema sociopolítico que se les escapa a todos los demás precisamente por ser parte de ese entramado que los empantana. La ficción es clara: no hay actor social que haya sido ajeno a la lógica sociopolítica de la que reniegan. El verdaderismo técnico, desapasionado y neutral que hoy gobierna, ayer fue un actor partícipe y hacedor de la estructura socioeconómica que signa las relaciones políticas vigentes. No son líderes morales con conocimiento técnico deslindados del andamio social de poder que hoy quieren cambiar.
El correlato emocional de esa prerrogativa epistemológica es la indignación. Hoy la emoción prevalente entre ciertos actores políticos del Gobierno es la indignación por las calamidades que afectan a la Argentina desde hace décadas. La indignación, supuesto indicador de compromiso social, es en realidad una emoción moral de redención individual. El indignado no es parte del problema (es un outsider) y su espanto lo exonera de la responsabilidad social a la vez que lo limpia éticamente. En la política, la indignación es una mirada ajena e individual y por lo tanto funcional solo al que la siente.
La tercera ficción es la de la no-ideología. El verdaderismo ostenta una visión descriptiva de la realidad social -datos en lugar de discurso-. La verdad como factum unívoco que no necesita interpretación. Pero los datos no se unen solos; la ideología como marco interpretativo de desambiguación de sentido es inevitable. No obstante, el verdaderismo imperante en su afán por desligarse de la ideología entendida como distorsión del orden social deja huérfana la cosmovisión interpretativa que de él se desprende y que es ineludible en cualquier orden de inteligibilidad colectiva. El verdaderismo gobernante abjura de su propia posición ideológica porque "la realidad habla por sí misma".
Pero la realidad no habla por sí misma y lo que el verdaderismo cree es una dimensión inequívoca termina siendo un caos de sentido con consecuencias sociales serias. Así, la idea de sacrificio se la presenta como una formulación técnica que atañe a cuestiones de eficiencia mientras se desplaza la discusión ética central en democracias liberales, es decir, quién asume y cómo se distribuyen las cargas y los beneficios en pos de un bien consensuado ulterior. Ese debate de justicia que define a las sociedades democráticas se subsume a un lenguaje esterilizado de gobernanza eficaz y la idea de sacrificio como esfuerzo colectivo para un bien común compartido termina consumándose en un sacrificio como ofrenda de una parte de la sociedad a la otra, la inmolación de muchos a favor de unos pocos.
La verdad como entramado intersubjetivo de sentido compartido continúa fragmentada. De la retórica manipuladora de la posverdad al dogma del verdaderismo hay continuidad, no cambio.
Filósofa política. Ph.D. en Ciencia Política por la Universidad de California, Berkeley. Enseñó Filosofía Política en Harvard y Brown. Profesora UTDT