Entre el cambio climático y una vida canallesca
En 2010, Ian McEwan publicó una sátira perturbadora. Se titula Solar y la protagoniza un bochornoso premio Nobel de Física, especialista en cambio climático. En palabras del autor, se trata de un personaje "egoísta, bebedor, mujeriego, compulsivo, mentiroso, infiel, cobarde y canalla". Ello no obsta, sin embargo, al valor de sus conocimientos sobre el tema, incluidos análisis que han merecido el aplauso de los científicos que leyeron el libro. McEwan se vale de este antihéroe para trazar una metáfora de un mundo tan absorbido por la codicia y la competencia que le presta muy poca atención a un calentamiento global que amenaza acabar a corto plazo con nuestra especie. Precisamente en ese mismo 2010, Elizabeth Kolbert obtuvo el Premio Pulitzer por su obra La sexta extinción, que explica que solo cinco veces en la historia hubo antes destrucciones tan masivas y totales de la humanidad como la que se halla actualmente en ciernes.
Más allá de la metáfora, la novela tiene otro aspecto que quiero destacar. El autor ha contado que se inspiró para escribirla en un viaje al Polo Norte que realizó en 2005 con un conjunto variopinto de artistas e intelectuales que querían conocer de primera mano los efectos del calentamiento global. Y describe a sus compañeros como un grupo de individuos heterogéneo y no demasiado atractivo. Lo digo porque se sigue que no hace falta ser Greta Thunberg ni un millennial para movilizarse contra el cambio climático. Admiro como el que más a la joven sueca, al Sunrise Movement, al Extinction Rebellion o a los Jóvenes por el Clima y la valiente tarea que cumplen. Pero temo que se esté produciendo un involuntario efecto de distanciamiento que lleve a la mujer o al hombre comunes a suponer que del asunto ya se están ocupando otros o, más aún, que para hacerlo se requiere una alta dosis de heroísmo o una sabiduría especial. No solo eso.
Por su propia naturaleza, el sentido común popular es conservador y desconfiado, y mucho más cuando se trata de poner en cuestión las evidencias que ha naturalizado desde siempre. Quién no sabe acaso que los autos necesitan cargar nafta o gas para poder andar, que las fábricas no funcionan sin energía y que un buen asado exige una parrilla a carbón o a leña. Y ahora resulta que chicos que ni han terminado la universidad nos vienen a decir que todo esto se ha vuelto muy peligroso. ¡Por favor! Son tan ingenuos o idealistas que los manipulan. Peor todavía con la incorporación de los "verdes". Ya los denunció un tal Sebastian Gorka, asesor de Donald Trump: "Son como las sandías: verdes por fuera y bien rojos y comunistas por dentro". Por eso, en 2017, Scott Morrison se tomó el trabajo de llevar un pedazo de carbón al Parlamento, para que sus colegas le perdieran el miedo.
¿Quién es Scott Morrison? El primer ministro de Australia, principal exportador mundial de carbón, el más dañino de los combustibles sólidos. Un político de derecha que defiende a ultranza las empresas mineras que lo llevaron al gobierno y sostiene que las tormentas de fuego que arrasan su país desde septiembre no tienen nada que ver con el cambio climático, pese al dictamen de su propia oficina meteorológica. Pero lo respalda entre otros el también australiano Rupert Murdoch, un multimillonario que es dueño de la mayoría de los periódicos locales y de formadoras de opinión tan influyentes como Fox News. Desde luego que a ninguno de ellos se le ocurriría formularse la pregunta que da título a un reciente artículo del ambientalista estadounidense Bill McKibben: "¿Qué pasaría si Australia fuera un planeta?". Porque es exactamente de esto que se trata.
Y ello al punto de que la edición 50 del Foro Económico Mundial de Davos se ha dedicado este año a discutir la factibilidad de un nuevo modelo de capitalismo frente al gravísimo deterioro del medio ambiente, a la crisis del empleo y a los notables niveles de desigualdad a los que ha conducido el paradigma dominante. (Vale recordar que ese foro reúne en Suiza desde 1971 a los principales líderes empresariales y políticos del mundo, además de periodistas e intelectuales). Aunque, como advierte el economista Branko Milanovic, la mayor parte no pasen de ser proclamas de buenas intenciones y "nada que no sea obligatorio cambiará las cosas", no únicamente es significativo que estos temas encabecen hoy la agenda, sino que hay diversas acciones concretas en curso. Seguramente ninguna más simbólica que la de los herederos de la familia Rockefeller, cuya fortuna se construyó a base de petróleo: ahora, el Rockefeller Brothers Fund ha resuelto romper con la tradición familiar y desprenderse de todas sus inversiones en empresas productoras de combustibles fósiles para dedicarlas a la generación de energías renovables.
Pero volvamos al sentido común popular, siempre ávido de certezas. Como ha estudiado en detalle Maristella Svampa, desde 2003 hasta ahora la megaminería ha provocado en nuestro país intensas movilizaciones allí donde la población experimentó sus efectos tóxicos de manera directa o potencial. Otro tanto ha venido sucediendo con el fracking de Vaca Muerta, que ha diezmado la rica producción frutícola del Valle de Río Negro y agota y contamina cuencas acuíferas tan escasas como las de Neuquén o Mendoza. Esto sin mencionar a las comunidades originarias que han sido desplazadas o cuyos modos de vida fueron alterados radicalmente por estas explotaciones.
Distinto es lo que pasa en los grandes centros urbanos, donde por el momento las experiencias inmediatas con los resultados del cambio climático son mucho menos ostensibles. Es lo que marca una diferencia notoria con otros movimientos sociales que han logrado desarrollarse con fuerza entre nosotros en los últimos años. Pasa que las luchas por la legalización del aborto o contra las discriminaciones por orientación sexual o por identidad de género tienen un impacto claro y evidente en la vida cotidiana de millones de personas, para muchas de las cuales las cuestiones climáticas aún suenan demasiado técnicas o abstractas y en todo caso tan lejanas como Indonesia o el Ártico. Lo paradójico, además, es que cuando los datos científicos se vuelven tan abrumadores (a pesar de los Morrison o los Trump), su impacto sobre la opinión pública comienza a generar rendimientos decrecientes. Por ejemplo, hace medio siglo, el mundo emitía unos 13 billones de toneladas métricas de dióxido de carbono por año, y en la actualidad esta cantidad se aproxima a los 30 billones. ¿Cómo conectar estas cifras apabullantes con la realidad diaria de quienes creen que no es algo que les incumba personalmente? Es obvio que no basta con la neblina roja que los vientos han traído desde los incendios australianos hasta el Río de la Plata.
Ciertamente, resulta fundamental fomentar la educación en todos los niveles en una materia como esta. Pero, a la vez, es imprescindible promover grupos de discusión que alimenten un amplio debate público que ayude a modificar los razonamientos de sentido común a los que aludo y sirva así para presionar a dirigencias solo atentas al corto plazo o a la defensa de sus propios intereses. Desgraciadamente, lo que ya está sucediendo en otros lugares me obliga a adaptar la conocida admonición del gran Horacio: "Mutato nomine de te fabula narratur" (Si cambias el nombre, es de ti que hablamos).
Politólogo, exsecretario de Cultura de la Nación