Entablar una conversación fructífera
Debatir. Conversar. Argumentar. Escuchar y responder. Estas actividades, tan relacionadas entre sí, son una base necesaria de la democracia, a la vez que centro de una prédica insistente cuando nos enfrentamos a un conflicto. La idea es que, conversando, el conflicto se aclara, los ánimos se aquietan, los intereses se precisan y, con suerte y buena voluntad, la controversia puede acabar en un compromiso o, al menos, mutar hacia otra configuración más manejable. Todo esto es cierto en una aproximación teórica simplificada. Pero esa visión no toma en cuenta ciertas circunstancias de hecho que operan como condiciones para el funcionamiento del diálogo, o que desvían su desarrollo, o que son capaces de comprometer sus resultados.
Ante todo, ¿qué pretenden quienes dialogan? Una posibilidad es enseñar: Sócrates dialogaba con sus discípulos para que cada uno de ellos extrajese de su propia mente los conocimientos de los que él se proclamaba "partero", aunque los diálogos platónicos muestran que el maestro dirigía la conversación hacia donde él quería. Esto conduce a otro propósito: convencer. Dialogando es posible advertir los puntos de divergencia con el interlocutor, pero también los de coincidencia, de tal modo que cada participante pueda confrontar críticamente al otro con los razonamientos que conduzcan de unas a otras y tengan la oportunidad de convencerlo de cambiar de idea tras un análisis más profundo de la cuestión. Pero esta vía, si es genuina, tiene un requisito: debe incluir la disposición de cada uno a ser convencido, si los argumentos del otro así lo aconsejan.
Esa virtud no es habitual. Cada persona parte de ciertas convicciones más o menos racionalizadas, que se apoyan a su vez en unos sentimientos (o intereses) de variado grado de arraigo en lo más profundo de su conciencia. Aunque los argumentos en contrario ofrezcan alto grado de plausibilidad, esos sentimientos se niegan a ser desalojados de su castillo emotivo e impulsan al sujeto a refutar al otro con argumentos acaso menos convincentes, o a rechazarlos con razones falaces (la más común de las cuales consiste en acusar al interlocutor de errores o desaguisados no directamente relacionados con el punto en debate), o, peor aún, a interrumpir la conversación con actitud despectiva o indignada, lo que exime al sujeto de la incomodidad de continuar un debate en el que se percibe como probable perdedor. Las discusiones políticas son un ámbito en el que pululan ejemplos de estas relaciones y actitudes.
Algo más de sinceridad reconoce otro propósito: negociar. Negociamos cuando conocemos nuestras diferencias y no abrigamos ya la esperanza de convencernos. Cada uno, entonces, ofrece ceder algo. Pero el negocio es una suerte de regateo en el que pierde quien se muestra más ansioso, y gana el que hace creer al otro que tiene poco interés, o que sus propias reacciones son imprevisibles, o que está dispuesto a perder todo, si es necesario, antes que ceder a las pretensiones de la contraparte. En este contexto, puede advertirse que quien pide conversar (en el sentido de negociar) es siempre el que va perdiendo en los hechos, en tanto el que se percibe ganador fáctico se resiste o se muestra dispuesto al diálogo solo para conseguir la rendición del otro.
Tal vez todas estas reflexiones permitan comprendernos mejor los unos a los otros a la hora de emprender cualquier conversación fructífera.
Director de la Maestría en Filosofía del Derecho (UBA)