El valor de la libertad de expresión
Se propone en estos días una ley que castigue a quienes nieguen los crímenes de la última dictadura. Esto parece razonable. Esos graves crímenes existieron. Negarlos es afirmar una falsedad e inducir a error a otras personas poco informadas, con lo que se causa un daño a la sociedad. Se trata, en suma, de una medida de profilaxis informativa.
Dicho esto, aparecen dos líneas de razonamiento que detienen nuestras manos antes de empezar a aplaudir. Una se refiere al alcance de la medida. Negar los crímenes es una mala cosa, y negar crímenes horribles es aún peor. Si esta es la razón, deberíamos perseguir también a quienes se atrevieran a negar los crímenes de Hitler y Mussolini, de Stalin y de Mao, de Pol Pot, Pérez Jiménez y Maduro, de la Triple A, Montoneros y el ERP, de los belgas en el Congo y de la Mazorca en Buenos Aires. Crimen es crimen, no importa quién lo cometa, contra quién, dónde ni en qué época. Y la memoria contra todo crimen debe ser preservada.
Otro razonamiento es prudencial. El error es un obstáculo para el progreso y la convivencia; y su difusión, por lo tanto, está lejos de ser conveniente. Pero hay quienes sostienen que la Tierra es plana; vemos propaganda de sanadores y manosantas, tarotistas y astrólogos; hay adoradores del Gauchito Gil y de San La Muerte; y la sociedad sufre con la difusión de fake news y posverdades. Errores o mentiras, de buena fe, culposas o dolosas, pero siempre condenables. Sin embargo, actuamos con notable lenidad frente a esos hechos, y lo hacemos con buenas razones.
En efecto, si castigamos a alguien por propagar un error o una mentira, corremos el riesgo de ser perseguidos a nuestra vez por quienes entienden que nosotros mismos incurrimos en ese hecho; la conocida tendencia humana a disfrazar las preferencias de verdades evidentes pondría en peligro la libertad de expresión, que es una de las bases de la democracia. Por eso, salvo que se traspongan los límites de la defraudación, toleramos que las personas digan lo que quieran, aun mintiendo, en la esperanza de que los ciudadanos, luego de oír todas las opiniones, sabrán quedarse con las que les parezcan más plausibles.
En Alemania está prohibido negar el Holocausto, que sucedió; en Turquía está prohibido afirmar el genocidio armenio, que también sucedió. ¿Cuál de las dos actitudes consideramos más apropiada? Y, sobre todo, con una mano en el corazón, ¿por qué lo hacemos? ¿Cuánto pesa en ello el valor de la verdad, cuánto el daño social a evitar, cuánto el ejercicio de nuestras propias preferencias morales o políticas?
Hay quienes dicen que la mentira se combate con la verdad en el libre debate. Hay quienes, escépticos, piensan que esa batalla se gana con propaganda. Hay quienes prefieren tomar en sus manos la verdad que les conviene, para protegerla del error. Y siempre hubo personas dispuestas a bautizar como verdad su propia hegemonía y como falsedad la del adversario. Tal vez, si escudriñamos el interior de nuestra mente, encontremos neuronas alineadas con cada una de esas tendencias. Un excelente ejercicio sería revisarlas, clasificarlas, examinarlas críticamente y adoptar al respecto alguna decisión consciente, para someterla a debate lealmente. Nuestra racionalidad lo agradecería.
Director de la Maestría en Filosofía del Derecho (UBA)