El problema no es la deuda, sino la falta de confianza en el país
No solo es lo que impide financiar el endeudamiento; también explica la fuga de divisas y cerebros, y la involución de la Argentina
¿Cuál es el verdadero problema de la Argentina? ¿El nivel de endeudamiento o, por el contrario, la imposibilidad de financiarlo por el enorme descrédito que supimos conseguir y que explica no solo la fuga de divisas y de cerebros y la bajísima inversión, sino, en el tiempo, la deprimente involución que venimos experimentando hace más de medio siglo? Es inconmensurable la desconfianza que generamos como consecuencia de la baja calidad de nuestras instituciones; de nuestro liderazgo parroquial y mediocre, obsesionado por el corto plazo y por las peleas de baja estofa; y de una sociedad que prefiere las promesas incumplibles de campaña a las duras realidades que explican nuestra perenne decadencia. Si el conflicto fuese solo (o principalmente) la cuestión de la deuda, la solución resultaría relativamente sencilla: una buena negociación con los acreedores privados y con el FMI eliminaría en principio los obstáculos que nos impiden crecer desde hace décadas y desarrollarnos por lo menos al mismo ritmo que el promedio de los países emergentes.
En el segundo escenario, la deuda "impagable" no es la causa, sino una de las consecuencias de un mal significativamente más complejo y difícil de erradicar. La confianza es un intangible que dista de poder construirse de la noche a la mañana: requiere muchísimo tiempo e infinidad de pruebas ácidas, en especial en contextos dificultosos o de emergencia. Ahí se demuestran el apego a las reglas y la buena voluntad para resolver situaciones conflictivas de forma equitativa y amigable. Al mismo tiempo, la confianza es muy fácil de destruir: puede ocurrir de forma casi súbita e incluso por causas aparentemente menores. Por ejemplo, al ausentarse de la ceremonia de asunción del presidente de una nación hermana, que había tenido la deferencia, el 10 de diciembre pasado, de concurrir a la propia acompañando al mandatario saliente de su país en una muestra de respeto institucional, sana convivencia y cultura democrática. Peor aún: concurrir un poco más tarde a un partido de fútbol de una liga que, como de costumbre, modifica las reglas del juego de forma opaca y en cualquier momento para satisfacer intereses particulares. Un comportamiento muy difícil de entender y con costosas consecuencias prácticas y reputacionales.
La deuda argentina reconoce tres grandes grupos de acreedores: la contraída con el sector privado, que asciende a aproximadamente 123.000 millones de dólares (mdd); los préstamos de organismos internacionales de crédito como el FMI, el Banco Mundial y el Club de París, de unos 73.000 mdd; finalmente, el conjunto de obligaciones intra-sector público (los títulos que el Tesoro colocó compulsivamente a la Anses o a la AFIP), que totalizan unos 121.000 mdd. Esta última es negociable por definición. En relación con los organismos, se requiere buena diplomacia y un plan económico razonable. La clave, entonces, consiste en alcanzar un acuerdo con los acreedores privados, que representan alrededor del 39% del total y un 26% del PBI (calculándolo en 430.000 mdd).
El país se encuentra prácticamente paralizado ante un problema que existe no por el monto o la magnitud, sino porque no tenemos manera de financiarlo debido a que nadie nos quiere prestar más plata. No solo por culpa de este gobierno, sino de todos los anteriores, incluyendo el de Cambiemos, que debió recurrir al Fondo, el prestamista de última instancia que aparece rápido y a bajo costo cuando no hay recursos voluntarios a disposición. Es cierto que Macri se vio obligado a implementar un severo ajuste fiscal, lo que explica parcialmente su derrota en las elecciones de 2019. Por eso, desde el punto de vista macroeconómico, la pésima herencia que dejó Cambiemos es mucho mejor de la que encontró. Si Fernández hubiera aprovechado esa circunstancia para solucionar cada uno de los vencimientos sin generar un problema sistémico, el riesgo país (dado el bajísimo costo de financiamiento global) sería 4 veces menor y la confianza de los mercados se acrecentaría con un plan económico integral que mostrara un sendero creíble de crecimiento y estabilidad. El superávit comercial se había logrado el año pasado, en gran medida como consecuencia de la devaluación y la recesión. Bastaba un mayor esfuerzo fiscal para mostrar al mundo que esta vez, contrariamente a lo que hicimos históricamente y siguiendo el gran ejemplo de Nicolás Avellaneda, íbamos a sacrificarnos para cumplir con nuestros compromisos.
En vez de hacer lo correcto, volvimos a tomar el atajo de una reestructuración que implica incumplir con quienes habían apostado por la Argentina, a quienes para colmo destratamos. El Gobierno y un amplio segmento de la sociedad supeditaron buena parte de sus decisiones estratégicas sobre gasto e inversión al eventual resultado de una negociación que, con suerte, se prolongará bastante tiempo. Mientras tanto, seguimos dilapidando oportunidades: se desalientan inversiones, se destruyen empleos, se alimenta la frustración de múltiples emprendedores y se empuja a más profesionales a emigrar.
A menudo, el reto no es encontrar la resolución de un problema, sino definirlo con claridad y precisión. Un mal diagnóstico conlleva a una estrategia errónea. Lejos de superar los desafíos, la Argentina tiende a perpetuarlos. Si el país tuviera credibilidad en los mercados, la deuda constituiría un asunto menor. No se trata del monto a reestructurar (una variable material y tangible), sino de la desconfianza (una variable simbólica e intangible), por lo que no tiene sentido poner énfasis en la delicada situación económica. Deberíamos concentrarnos en la cuestión político-institucional. Esto no implica menospreciar la cuestión de la deuda, sino ponerla en un contexto apropiado, hacer imperiosa la necesidad de debatir y consensuar estrategias, y monitorear su implementación, para de una vez por todas apuntar hacia las cuestiones de fondo.
La confianza es uno de los activos más valiosos que tiene un país. La literatura sobre la cuestión y la experiencia comparada es concluyente: para construir confianza se requieren reglas claras, previsibles y estables a lo largo del tiempo, transparencia en las acciones de gobierno, existencia de valores y objetivos compartidos, y buena voluntad para resolver conflictos. El Estado y los gobiernos deben someterse a las mismas normas que buscan imponer y generalizar, y conformar un conjunto de mecanismos que aseguren prácticas adecuadas de rendición de cuentas. Nuestro hiperpresidencialismo abusa de la discrecionalidad. Cada gestión que plantea una refundación desde la "tierra arrasada" dejada por la administración anterior genera inestabilidad e impredictibilidad, en especial cuando el Poder Ejecutivo logra que el Congreso sancione leyes de emergencia, que limitan las facultades del Legislativo. Nuestros liderazgos han violado repetidamente los derechos de propiedad y el respeto de los contratos: default es una palabra habitual en nuestro lenguaje.
La deuda que parece atormentar a la gestión Fernández no es una cuestión de plata (falta de dólares), sino de muchísimo más peso (inexistencia de instituciones básicas que sean sólidas y consistentes, incluyendo una moneda). No se trata de un problema de endeudamiento, sino de capital social: nadie nos cree ni nos presta, los inversores temen ser expropiados y los ciudadanos sufrimos una carga fiscal récord mientras el Estado brinda inseguridad jurídica y personal.
¿Podremos revertir este patético círculo vicioso en el que estamos enredados desde hace décadas? Más: ¿queremos hacerlo? La condición necesaria, aunque no suficiente, consiste en tener un diagnóstico adecuado y consensuado. Mientras eso no ocurra, seguiremos el único camino perpetuando y profundizando los mecanismos perversos que nos trajeron hasta acá.