El problema de la representación
El economista Roberto Cachanosky reveló que cada diputado nos cuesta dos veces más que en España y que cada senador nos cuesta 171.000 euros mensuales, contra 17.500 euros que cuesta un senador en el mismo país. ¿De dónde sale ese dinero? Del erario público. Esto es, de nuestros impuestos. Pero su observación y el descontento generalizado no fueron más allá. Tal vez porque todo debate se dirime cuando aparece el término "democracia". Pues en respeto a lo políticamente correcto o ante el riesgo de ser malinterpretado, las críticas a la democracia raramente se verbalizan.
Literalmente, el término significa "gobierno del pueblo", y su etimología solo se expresó en el ejercicio de la democracia directa de la polis ateniense, donde los ciudadanos -un círculo selecto- participaban a través de asambleas en las discusiones y en las decisiones tomadas conjuntamente que concernían a los habitantes de la ciudad-Estado. Reapareció como democracia representativa durante la guerra civil inglesa en el siglo XVII, pero recién fue erigida como ideal político a partir de los pensadores ingleses, especialmente con John Stuart Mill.
Hoy reina una democracia partidista, lo que prueba que no existe "la democracia", y que a lo sumo se trata de un concepto dependiente del contexto histórico: si los demócratas griegos luchaban contra las oligarquías, los demócratas ingleses lo hacían en contra de la monarquía: tras degollar a Carlos I, entendieron que para elaborar una nueva Constitución era imposible congregar a toda la población, pero sí podrían representar a quienes adherían a los insurrectos. Dichos representantes aspiraban a forzar al nuevo rey a debatir el contenido de la nueva Constitución en una novedosa institución que denominaron Parlamento, integrada por las cámaras de los lores y de los comunes, en las cuales la población depositaba su confianza para que los protegieran del rey. También nace la división de poderes, con el republicanismo elaborado por Montesquieu en El espíritu de las leyes. Con el tiempo, surgirían las democracias presidencialistas.
Tras estos datos históricos descriptos por el filósofo mexicano Alejandro Tomasini Bassols en Filosofía de la política: un acercamiento, el autor se interroga: "¿Qué es lo democrático en las actuales formas de gobierno?". Si se entiende la democracia no como un sistema político, sino como un instrumento para la toma de decisiones, el mecanismo de selección de los gobernantes son las elecciones en las que compiten los partidos políticos. De allí que la democracia contemporánea es una democracia partidista. El sistema presidencialista opera democráticamente a través de los partidos políticos. A continuación el autor se pregunta: "¿Es cierto que el sistema que opera democráticamente es el 'gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo?'". ¿Acaso las elecciones garantizan que los elegidos protegerán los intereses del pueblo? La respuesta es obvia. Salvo no volver a votar por quien nos defraudó, no se descubrió todavía ningún mecanismo por el cual el elector pueda ejercer algún control sobre el candidato elegido, que tiene legitimidad de origen, pero suele perder la de ejercicio o, por el contrario, goza de legitimidad de ejercicio, pero nació con un pecado de origen.
En la carrera electoral, el lobbying se vale de una catarata demagógica de promesas para seducir al electorado, demostrando el trillado pero útil teorema de Baglini: cuanto más lejos se está del poder, más irresponsables son los enunciados políticos, y cuanto más cerca, más sensatos y razonables. Pero una vez en el poder, el candidato vencedor incumple sus promesas. Y el ciudadano, desprovisto de su única arma -su voto-, rumia la amenaza de no volver a votar al candidato como traidor. Y no invirtamos la carga de la prueba: no es que "tenemos los representantes que nos merecemos", sino que la estrategia electoral desemboca en una aporía, en una contradicción irresoluble que consiste en que el representado -llevado por las promesas- vota siempre equivocadamente, porque el "representante", en cuanto asume el poder, deja de representar al representado y se representa a sí mismo.
Como señala Tomasini Bassols, "dado que el juego político consiste básicamente en obtener votos, el democratismo inevitablemente promueve la demagogia, el engaño político", vive de la manipulación de la opinión pública y todo se reduce al marketing, a propaganda paupérrima de ideas y a encuestas volubles y fallidas. Con las "listas sábana" -inerradicables por cuanto les conviene a todos los partidos, pues gracias a ellas distribuyen cargos nepotistas o destinados al mejor postor-, votamos por desconocidos carentes de todo mérito. De mal en peor, se pretende impulsar una "democratización de la Justicia", que no sería desdeñable si con esa medida sacáramos de sus tronos a jueces no electivos, que son lo que son en virtud de dudosos concursos cuyo orden de méritos depende del verticalismo ideológico o de un acomodaticio corporativismo político. Pero, lejos de ello, en ese eufemismo se encierra la subordinación de nuestra despreciable y despreciada (in)Justicia a un poder partidario.
Mientras tanto, se habla del Estado como "anónimo", escudándose en que no gobiernan los hombres, sino las leyes, dictadas por nuestros presuntos representantes, elegidos por mandato del pueblo soberano. Pero, en verdad, las leyes no son sino productos humanos y el pueblo soberano es una entelequia. Más: no solo nosotros no hacemos las leyes, sino que ellas son elaboradas, sancionadas y promulgadas por representantes que cada vez nos representan menos. Cada vez más lejanos de ese ideal democrático, los ciudadanos devenimos una versión pasteurizada de los siervos de la gleba. Cautivos de una clase política, creemos gozar de una presunta elección personal -el voto- que enmascara el sometimiento a una sucesión de gobiernos que nos hundieron en la pobreza de muchos y en la bronca de otros tantos.
Si Churchill estaba en lo cierto cuando dijo que "la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado", esperemos que las incontables academias y escuelas de políticas públicas, gobernanza, gobernabilidad, etc. puedan formular propuestas orientadas a un saneamiento nacional. No es fácil: construyendo un país de gobernantes enriquecidos a costa de un pueblo empobrecido, gran parte de los políticos, jueces, académicos y sindicalistas conforman una dirigencia autointeresada. Una elite de expertos que, en nombre del saber, se reparten el producto del trabajo de quienes, entrampados en el día a día, luchan por vivir un poco mejor. O simplemente por vivir.
Doctora en Filosofía (UBA) y ensayista