El problema de asociar pobreza con virtud y riqueza con pecado
La felicidad no es la sonrisa de un niño en una favela, sino la posibilidad de vivir una vida sana y cómoda, plena y consciente, interesante y dinámica
BOLONIA.-La riqueza no da la felicidad, dice el estribillo; "es el estiércol del diablo", nos recuerda el Papa: "Amen la pobreza como una madre". "No hace falta gente que labure más -canta Wos-; hace falta que con menos se pueda vivir en paz".
El lunes 19 de agosto, en Buenos Aires, quise realizar un trámite. "Es feriado", me contestaron; el Día de San Martín. "¡Pero el día de San Martín es el 17!", apunté. Como el 17 caía sábado, corrieron el feriado al lunes. Genial: de San Martín a san Perón. Maestros que no trabajan el Día del Maestro, almacenes que cierran el Día del Comerciante, etcétera. ¡No se la debe de pasar tan mal un país que se concede tantos lujos! ¿O sí?
¿La felicidad consiste en no trabajar? ¿Feliz es el "pobre"? Conozco muchos argentinos que trabajan como burros, pero no me parece que sean el modelo nacional. En cambio, conozco poco países que desprecien tanto la ética del trabajo, que se dediquen más a combatir la riqueza que a extirpar la pobreza: el bienestar corrompe, la pobreza dignifica. Sin embargo, tampoco conozco país en el mundo que se queje más de la pobreza, que instale tanto a "los pobres" en el centro del debate público como lo hace la Argentina.
Me pregunto: ¿será posible conciliar el culto al "pobre" como fuente de toda virtud y el odio al rico como esencia del pecado, con la tarea de eliminar la pobreza? ¿No será contradictorio, aun hipócrita? "Nosotros no combatimos la riqueza, sino la pobreza", decía Olof Palme. ¿Tendrá ese tipo de cultura algo que ver con la prosperidad sueca? "¡Enriqueceos!", fue la consigna de Deng Xiaoping; desde entonces, más de doscientos millones de chinos han salido de la pobreza. ¿Será una coincidencia?
Hace poco, vimos un caso curioso: "Llévate el rostro de los pobres", resonó una homilía. No era un sermón de Girolamo Savonarola, ni siquiera la fatwa de una autoridad religiosa chiita: fue el latigazo de un arzobispo católico a un presidente constitucional; en Salta, Argentina, Anno Domini 2019. ¿El presidente Macri trajo la pobreza a la Argentina? ¿La inventó él? En ese caso, de ser coherente, el arzobispo salteño debería haberlo alabado: ¿acaso la "santa pobreza" no salva el alma del "pueblo"? ¿No lo protege de la corrupción moral? La verdad es que la pobreza viene de lejos y tiene profundas raíces, que todos los gobiernos han fracasado en el intento de eliminarla, y que mientras las presidencias van y vienen, el culto a la pobreza permanece. ¿No será que la Iglesia a la que monseñor pertenece tiene muchas responsabilidades en ese tema? ¿No es ella la mayor oficiante del culto?
El tono, los gestos, el contexto, evocaron otras épocas, otros regímenes, otras figuras: el Estado cristiano, confesional, ético; la soberanía del pueblo sujeta a la soberanía de Dios; la ley de los hombres, a la ley divina. Desde lo alto de su púlpito, intimó la autoridad constitucional legítima a "arrodillarse" ante el "pobre", o sea ante él, el arzobispo, que de los "pobres" -quién sabe cómo y por qué- se cree portavoz, como si los pobres no fueran ciudadanos de una república, sino súbditos de una monarquía católica. Increíble que en el siglo XXI sobreviva tanta ignorancia de los principios democráticos, del Estado laico, del sentido común; cosas preconciliares, premodernas, primitivas. El Presidente habría hecho bien en exigir respeto por su investidura.
Por suerte, las imágenes hicieron justicia: mesiánico y grotesco, lozano y corpulento, agitado y acalorado, objeto de serias sospechas y cubierto por espesas sombras, el arzobispo no sonó creíble como censor moral. Si Dios existe, excluyo que lo elija para enviarnos su palabra; estoy seguro de que muchos creyentes piensan como yo, que creyente no soy. El arzobispo no tiene el mandato de exigir la penitencia de la autoridad política: en democracia, el juicio proviene de las urnas. No tiene las competencias: ¿qué sabe sobre la lucha contra la pobreza? ¿Tiene idea de qué condiciones han favorecido históricamente la prosperidad de las naciones? No tiene la autoridad moral. ¿De verdad cree disfrutar del prestigio y la credibilidad para impartir lecciones al mundo? ¿No ve la crisis en que la Iglesia se debate por temas muy terrenales? Un poco de humildad y prudencia sería apropiado.
Hubo un tiempo, al final de la última dictadura argentina, en el que la Iglesia pareció percatarse del daño causado por la patológica fusión entre política y religión. Desde el surgimiento del peronismo, ahijado por ella y por las fuerzas armadas, la política se había convertido en una guerra de religión donde todos combatían en nombre de Dios, y la religión, en un gallinero político. Se oían sacerdotes invocar el "día de la matanza de los ricos"; teólogos predicar "la violencia invencible del amor cristiano"; la guerrilla peronista afirmaba sentirse "pueblo de Dios". Fue demasiado; respetar la autonomía de la política se volvía imprescindible. Hoy, aquellas enseñanzas parecen estar perdidas, y la Iglesia vuelve a ser vocera del "campo popular"; hecho gobierno, el "campo popular" pretenderá gobernar invocando el Evangelio antes que la Constitución. Los resultados de esa larga historia están a la vista de todos.
Por otra parte, estoy seguro de que si el Gobierno hubiera tenido éxito y la Argentina estuviera en medio de un auge económico, tampoco habría escapado a la censura; como sus predecesores, el arzobispo de Salta habría condenado "el individualismo en la prensa, en la televisión, en las calles", el consumismo que desfigura la moralidad del "pueblo", el dinero que contamina el alma pura de los "pobres". Lo que basta para recordar por qué la revolución científica, la revolución industrial y la libertad política no surgieron del cristianismo hispano, y por qué la Argentina produce la pobreza en la que después se regodea.
Para terminar: muchos estudios se han dedicado a contestar esa pregunta aparentemente efímera: ¿la riqueza da la felicidad? Han investigado, preguntado, medido, definido: la felicidad no es la sonrisa de un niño en una favela, sino poder vivir una vida sana y cómoda, plena y consciente, interesante y dinámica. Respuesta: la "felicidad" nos queda grande a todos, pero en la medida en que existe, el dinero ayuda a acercarse a ella; los ciudadanos de los países más ricos están más satisfechos que los de los países más pobres. ¿Será tan inmoral intentar vivir mejor?
Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia