El peso del esfuerzo recae donde el hilo se corta por lo más fino
Los pactos y concertaciones intercorporativos surgieron como uno de los tantos instrumentos del siglo XX para acometer situaciones de emergencia económica. Luego de la Gran Depresión de 1929-30, el presidente Franklin D. Roosevelt propuso su New Deal, es decir, "un nuevo trato" entre el Estado y los distintos intereses para hacer despegar la economía norteamericana de la recesión. Tras la segunda posguerra se difundieron en Europa pactos entre las patronales y los sindicatos filtrados por los sistemas políticos partidarios y mediados por burocracias estatales poderosas en procura de ajustar los salarios a la productibilidad.
La literatura politológica denominó esos marcos de concertación –fundamentos de los "Estados de Bienestar"– "neocorporatismos"; un neologismo destinado a distanciarse del corporativismo totalitario fascista. Se trataba de articular los grandes intereses socioeconómicos con el pluralismo político, dejando atrás la saga autoritaria del período de entreguerras. En líneas generales fueron un éxito hasta la crisis cambiaria de 1971, que junto con la "del petróleo", dos años después, abrieron curso a una nueva crisis internacional.
En la Argentina su lógica fue distinta. El primer ensayo de concertación tuvo lugar en 1952, luego de la reelección de Perón y en medio de la primera crisis de la economía industrial surgida de la crisis de 1930 por el cierre de los mercados europeos a nuestras exportaciones. Se trató de una experiencia diferente a la de las coetáneas del Viejo Mundo, por dos razones: se inspiraba en la concepción de la "comunidad organizada" enunciada por el peronismo en 1948, que supuso una reformulación ideológica del concepto de sociedad civil liberal emanado de nuestra Constitución nacional de 1853 por otra inspirada en la doctrina social católica. Mas precisamente de la encíclica Quadragesimo Anno, de Pio XI, en 1931.
Había otra diferencia. Mientras el neocorporatismo europeo se fundaba en el equilibrio entre salarios y productividad, aquí era una réplica a la novedad macroeconómica del experimento redistribucionista inaugurado en 1946: la inflación, que desde hacía cuatro años promediaba un acechante 30% anual. Por razones políticas, entre 1946 y 1948 los salarios fueron incrementados en un 50% en el marco de una economía que venía descapitalizándose desde hacía quince años. Ya hacia fines de la década, los precios de nuestras materias primas se normalizaron en los términos de los años 30. Y dado el uso de los excedentes de reservas resultantes de los precios extraordinarios de fines de la guerra en estatizaciones de servicios públicos y compras de productos que habrían de faltar ante la supuesta inexorabilidad de una tercera guerra, el país afrontó un severo estrangulamiento externo. El gobierno impuso en 1951 un riguroso plan de estabilización que suscitó una ola de conflictos sociales drásticamente reprimidos. Reelegido en 1952, adoptó el camino de la concertación. Se creó el Consejo Económico y Social y se estipularon por dos años precios máximos y salarios mientras el gobierno seguía racionalizando gastos y rectificando la política económica para atraer inversiones.
Fue un éxito notable en reducir la inflación, aunque la descapitalización generó desabastecimiento y mercado negro, al tiempo que las inversiones extranjeras llegaron con cuentagotas. Y las que más importaban al gobierno, las petroleras, quedaron estancadas por resistencias internas y de la oposición. Consciente de la baja productividad de la economía se celebró en 1954 un congreso intersectorial para formular un diagnóstico habilitador de futuras políticas públicas. Pero un año después la crisis política y el derrocamiento del gobierno dejaron el experimento inconcluso. Para entonces, la inflación había trepado a un 12%. Habría de promediar, salvo breves interregnos, aproximadamente un 30% durante los veinte años siguientes.
Hacia la restauración justicialista de 1973, el crecimiento desarrollista de los 60 estaba alcanzando sus límites en coincidencia con la crisis internacional que asomaba. Eso agravó la puja distributiva motivada por el desbarranque de la Revolución Argentina. La inflación había retornado a los niveles del 30% anual. A contrapunto de las expectativas gremiales, y en procura de una "inflación 0", se aumentaron los salarios solo un 25% para congelarlos por dos años junto con los precios, el tipo de cambio y las tarifas públicas. Pero el shock internacional del alza de los precios del petróleo y la indisciplina fiscal motivada por la puja colusiva de intereses desplegada en el interior de un Estado diezmado por el déficit fiscal detonaron el Rodrigazo en 1975. Desde entonces hasta 1991, la inflación nunca bajó de un piso del 100% anual.
La tercera experiencia tuvo lugar en 2002, durante el gobierno provisional de Eduardo Duhalde. Se trataba de una economía diferente. Ese año la inflación fue del 50%, luego de la estabilidad de los diez años anteriores, que concluyó en recesión desde fines de 1998. El peso convertible se devaluó en casi un 300%, se defaulteó la deuda pública y se pesificaron las privadas. En un país con un 25% de desempleo y más del 50% de pobreza, bastó con reimplantar una pequeña retención a las exportaciones en alza por la nueva paridad y el inesperado incremento de sus precios para llenar las arcas del Estado. El vasto aparato productivo ocioso heredado de los 90 se puso en marcha sin elevados costos salariales, mientras que los sectores empobrecidos fueron compensados por un programa de asistencia cuasi universal.
Desde hace casi una década, esa maquinaria luce exhausta, como lo evidencian la inflación elevada, el estancamiento, la caída de las inversiones y, consiguientemente, de la productividad. El nuevo gobierno peronista vuelve a plantear un pacto social con su respectivo consejo corporativo. Pero el punto de partida reside en una agresiva redistribución del ingreso desde un Estado que, lejos de reducir el gasto, potencialmente lo expande incrementando la presión fiscal. Una referencia a considerar tal vez podría proceder de la generación de pactos sociales antiinflacionarios durante los 80 en Israel, Dinamarca y Australia. Su éxito estribó en un esfuerzo colectivo liderado por un Estado dispuesto a bajar el gasto público en todas sus jurisdicciones hasta alcanzar, en un plazo módico, un superávit operativo y compromisos análogos asumidos por los sindicatos y los empresarios. Lo sucedió un período de sacrificios superlativos, pero legitimados por la conciencia colectiva de su mancomunión intersectorial.
Para que algo parecido ocurra aquí será menester terminar de una buena vez con arraigadas situaciones de privilegio contrarias al interés general. Los ejemplos son múltiples. Para citar solo algunos: el juego, las industrias farmacéuticas, las electrónicas de Tierra del Fuego, los jueces y la corporación política, entre otros. Hasta el momento esa posibilidad luce remota, haciendo recaer el peso del esfuerzo solo allí donde el hilo se corta por lo más fino. Una puesta en escena conocida en la historia del país contemporáneo, solo sorteable merced a la confluencia de aquellos que Joaquín V. González denominara metafóricamente hace más de cien años "hombres superiores". Aquellos que no abundan en la política de estos tiempos de cinismo y demagogia.
Miembro del Club Político Argentino