El peronismo, perplejo en su laberinto
El justicialismo opera como una "marca", lo que le permite mutar y adaptarse, pero lo vacía de contenido
El peronismo atraviesa desde hace muchos años una severa crisis de identidad. No constituye ninguna novedad: estas cruzan toda su historia y potencian, por las más diversas razones, sus sucesivas recomposiciones. No tendría demasiado sentido incursionar en el resbaladizo terreno de sus raíces ideológicas o históricas. Tal vez resulte más productivo contemplar su desconcierto actual en términos de su cultura política conjugada con las transformaciones de la formación social argentina de las últimas décadas.
El peronismo es, en ese sentido, lo más parecido a una marca; una franquicia, al decir de Luis Alberto Romero. Un producto reconocido asociable con algún consumo y sus experiencias. Los caminos identificatorios pueden recorrer trayectorias ideológicas diversas: desde el marxismo hasta el fascismo, pasando por sensibilidades más recientes como el feminismo y las minorías sexuales. Para ser peronista solo basta definirse como tal. El resto viene por añadidura: siempre que haya una demanda, allí habrá un peronismo a medida para vehiculizarla. De ahí que cuente con un "núcleo duro" de votantes que, sin ser cuantitativamente el de los 70, es superior al de cualquier expresión política local e incluso latinoamericana.
Su supervivencia y adecuación a las diferentes coyunturas históricas responde a un fenómeno análogo al de un calzado deportivo, una gaseosa o una cerveza. Hubo un peronismo laborista y nacionalista en los 40; otro prooccidental en los 50, aunque conjugado con un ideal corporativo de inspiración totalitaria; otro revolucionario y simultáneamente democrático conservador en los 70; otro pluralista y partidario en los 80, que viró hacia las fórmulas más radicales del neoliberalismo en los 90, y otro neopopulista en los 2000. Cada una de estas expresiones fue indiscernible respecto de su dato identitario más irreductible: lo que Perón denominaba la "conducción"; una idea tributaria de su matriz profesional. No hay "movimiento" sin una jefatura que marque la línea estratégica ajustada a cada momento.
El conductor no impone, sino que persuade y administra apoyos circunstanciales y disidencias de modo no terminante ni dogmático. Porque el peronismo es, sobre todas las cosas, una ideología de poder. Es cuestión de recorrer sus olvidadas Veinte Verdades para advertir esa connotación más emocional que racional propia de las formaciones políticas de masas del siglo XX. Hace años, algunos bromistas enunciaban una tácita verdad vigésima primera: "El que pierde deviene traidor"; o aquel otro apotegma según el cual los peronistas "te acompañan hasta el cementerio, pero te despiden en la puerta".
Hay ahí otra característica propia del consumo moderno: ese optimismo pícnico tan asociable con el éxito y con una promesa de felicidad que puede postergarse, pero que como tal permanece incólume. "La grandeza de la patria y la felicidad del pueblo" auspiciadas por un líder sonriente y exitista. Las trayectorias de sus tres conductores históricos -Perón, Menem y Kirchner- hablan por sí mismas: no existen ortodoxias ni causas fundadas en principios inamovibles. Hasta hoy, algunos discuten -como si tuviera utilidad- qué pensaba verdaderamente Perón; y apenas si se recuerda la versatilidad del humilde caudillo riojano émulo de Facundo Quiroga convertido en líder neoconservador global, o la transmutación del matrimonio cavallista santacruceño a un neosetentismo testimonial que derivó en filochavismo explícito.
El éxito debe ser exhibido sin miramientos morales ni pruritos procedimentales: "Mejor que decir es hacer y mejor que prometer es realizar". Es la defunción de las formalidades discursivas ante la inapelabilidad "real" de los hechos. La declamación de la "humildad" eclipsa la soberbia de quien exhibe su victoria y potencia; e invita a sus seguidores a incorporarse a su promesa. De ahí también el porvenir frustrado de aquellos dirigentes apegados a una concepción demasiado rígida como la partidaria de Antonio Cafiero en los 80, la socialdemócrata de Carlos "Chacho" Álvarez en los 90 o el populismo radical de Cristina Fernández en su segundo mandato.
Conducción y exitismo nunca fueron compatibles con el austero republicanismo de nuestra Constitución nacional. Pero el peronismo siempre cuidó de preservar esa formalidad tal vez como una consecuencia no querida de haber nacido en Occidente en plena segunda posguerra cuando el signo de la victoria no admitía -al menos hasta la Guerra Fría- experimentos totalitarios como los que el fundador tenía como referencia. Como contrapartida nunca fue proclive -siguiendo una tradición local que tampoco invento- al respeto por la división de poderes.
Pruebas al canto: Perón no renunció en 1955 transfiriéndole el gobierno a su vice, sino que le entregó el "poder" a su fuente "natural": el Ejército. El mismo que se lo devolvió indirectamente en 1973 habilitando su regreso. En 1976 la inmensa mayoría del PJ desestimó abrirle un juicio político a su viuda como salvataje del régimen institucional. Menem prefirió en 1999 apostar al candidato opositor que a apadrinar a uno de su riñón que le disputara la "conducción" del "movimiento"; y Kirchner resolvió su sucesión mediante una fórmula matrimonial perpetuacionista solo frustrada por su muerte. Fue velado por su viuda en la Casa Rosada y no en el Congreso Nacional, como correspondía a su rango de expresidente y diputado nacional.
Llegados a este punto, conviene poner la lupa en su desempeño durante la actual democracia, la más sólida de nuestra historia, para luego formular una apreciación sobre su desconcierto contemporáneo. El peronismo logró capear herencias propias y ajenas: la reestructuración económica que él mismo inicialó con el Rodrigazo, la hiperinflación de 1989 y la depresión de principio de los 2000 que también inicialó desde 1998. Y en ese devenir logró surfear con éxito una pavorosa revolución social equivalente a la de fines del siglo XIX o los años posteriores a la Gran Depresión de 1929; aunque de signo excluyente. Revolución que hizo saltar por los aires a todas las formaciones tradicionales y que el peronismo logró capear no solo merced a sus enumerados talentos, sino también al providencial regalo de dos botines irrepetibles: el de la privatización de empresas públicas en los 90 y el de los precios siderales de la soja en los 2000. Fiel a su sensibilidad popular comprendió tempranamente los contornos de la nueva pobreza estructural y aprendió con inusual destreza a administrarla, aunque renunciando a superarla.
Tenemos ahí el cimiento profundo de su crisis actual. Los poderes territoriales del interior próspero e inserto en la economía global no tienen una fórmula resolutiva de ese fenómeno extendido en todo el país, pero concentrado en el conurbano bonaerense. Precisamente en donde se impone el núcleo duro kirchnerista cuya promesa de redención se redujo durante su última gestión a un simulacro negacionista. Cambiemos, a la manera de un espejo deformado, refleja esta impotencia del viejo movimiento; indiscernible de sus tres derrotas electorales, en 2013, 2015 y 2017.
Oficialistas y opositores no deberían olvidarlo porque, más allá de quién se termine imponiendo en las elecciones, constituye la brújula colectiva de "lo que hay que hacer" de cara a las próximas generaciones.
Miembro del Club Político Argentino