Coronavirus: el futuro es lo que hacemos
Los científicos, con su método de prueba y error, todavía no llegan a hipótesis sólidas sobre cómo se propaga el virus maldito. Hasta hace unas semanas, era solo por la tos y los estornudos y la fórmula mágica era "cubrirse la boca con el pliegue del codo" y lavarse las manos. Y con eso andábamos. Después se dijo que también se propagaba hablando, sobre todo si se decían palabras con "f", "p" y "v", que producen el efecto regadera. Así, decir "fósforo vaporoso" pasó a ser tentativa de homicidio. Últimamente, ya no importan las palabras que se pronuncien: si queremos estar seguros, lo mejor no solo es no decir ciertas cosas, sino ni siquiera pensarlas.
Los economistas locales transitan por caminos igual de inciertos. El diagnóstico de la situación actual es unánimemente desastroso, aunque los vaticinios sobre el futuro difieren: pésimo, malo, no tan malo, malo pero mejora pronto, hay mucha capacidad instalada disponible, menos mal que tenemos algo de industria nacional, los que están mal de verdad son los países que importan todo, el mundo sigue necesitando alimentos, y así parecidamente. Hay quien teoriza comparando esta catástrofe con la gran depresión de 1930 o la crisis de 2009, pero completa: la diferencia es que por primera vez el freno de la economía, además de global, es autoimpuesto. Y mucho más digital que antes. Es un cóctel nuevo, con efectos nunca vistos. O sea, no sabemos.
Aunque el panorama no parece alentador, la pandemia del coronavirus podría ser la gran oportunidad para encarar los desequilibrios crónicos que suelen quedar relegados ante los problemas urgentes. John Fullerton, exbanquero de JP Morgan, publicó en 2015 Capitalismo regenerativo, un white paper que resultó revolucionario para Wall Street. Ahí planteaba que los principios que permiten a la naturaleza generar sistemas estables, saludables y sostenibles deberían aplicarse a la economía para hacerla viable para todos. El mercado libre y transparente no puede resolver por sí solo los desafíos sistémicos de largo plazo: necesita de los gobiernos, las instituciones comunitarias y educativas, los fondos fiduciarios, las cooperativas y las ONG, entre otras instituciones. Los mercados manejan bien algunos problemas, otros no.
A primera vista, pareciera que los argumentos de Fullerton fueran los mismos que repiten, en lunfardo, los taxistas porteños desde 1940 como cosa sabida. Pero no es así. En estas tierras realmente no conocemos el liberalismo porque desde hace generaciones el mercado estuvo siempre intervenido por el Estado. En todo caso, en la Argentina se consolidó un sistema en el que el actor principal es el Estado, y las demás instituciones cumplen un rol subordinado y complementario. Nuestro sistema no es estable ni mucho menos sostenible, porque está construido alrededor de un actor pensado para ordenar la vida social, no para producir.
Los países con economías más saludables están anunciando en estos días sus planes para superar el efecto de la pandemia. En todos los casos buscan fortalecer el mercado: menos impuestos a las empresas para que produzcan más a menor costo, beneficios fiscales para quienes inviertan y mayor flexibilidad del régimen laboral para estimular la contratación de nuevos empleados. Si las empresas son el actor del sistema del que todos se alimentan, los respiradores disponibles deben ser para ellas. Por el bien de todos. Con esa perspectiva, el FMI estima que, después de una caída del 3% del PBI mundial en 2020, la economía global va a crecer el 5,8% para 2021. Nada mal.
La Argentina, con el problema de su deuda irresuelto, sus controles de precios y sus proyectos de ley para aumentar los impuestos a los ricos, parece que estuviera mirando otra película. Nadie sabe si hay un plan. Pero si lo hubiera, y si ese plan incluyera medidas que estimulen la inversión y la producción, como lo hacen los países exitosos, podría aprovechar el rebote de la economía mundial que se espera para 2021. Nada nos lo impide. A pesar de la grieta y de los desafíos internos que presenta la coalición que gobierna, el Presidente tiene cerca del 70% de aceptación y la suma del poder público después de que el Congreso lo convirtiera casi en monarca absoluto. La oposición quiere ayudarlo, la Iglesia lo mima y los sindicatos lo apoyan. Si no es ahora, cuándo.
El futuro no es lo que nos pasa, sino lo que hacemos, decía Borges. Todavía podemos acertar.