El fin de las hegemonías
Los resultados de las elecciones de 2019 mostraron una paradoja. Se vieron más enojados los ganadores que los perdedores. Los discursos de los salientes resultaron más reconfortantes que los de los triunfantes, que sin saber que había terminado la campaña, ante la sociedad expectante, solo atinaron a disputar su interna. Las voces de los ganadores llenaron sus redes y sus medios de más reproches hacia aquellos a los que habían derrotado que de elogios hacia sus candidatos electos. Votantes ganadores indignados con los votantes de perdedores. Un enojo con los propios votantes vencedores que les puso una dosis de amargura y rictus apretados a los festejos.
El enigma electoral se resuelve cuando se entiende que el resultado trajo varias sorpresas. La principal es que por primera vez en veinte años una segunda fuerza no solo queda a pocos puntos de la primera en votos para el Ejecutivo, sino que consolida mejores proporciones legislativas. Pero no menos sorpresivo es que logra superar a la proporción de ciudadanía que prescindió de su voto, que había sido la primera mayoría en tres de las últimas cinco elecciones presidenciales.
Nuestro sistema electoral borra de los cálculos el porcentaje de personas que no eligen. Casi como desafío a la frase que consagró un episodio de la historia reciente, ignora los votos no positivos. Contar solo los votos positivos sirve para distribuir los cargos electivos, pero impide mensurar el peso creciente de la mayoría desentendida de la política. Que es la que está torciendo las elecciones en todo el mundo.
Si en los cálculos se suma ese tercio de personas que desde hace décadas en la Argentina eligen no elegir, los porcentajes cambian bastante. Y muestran que el fenómeno que signa la democracia desde 2003 es que la mayoría no es la del primer partido electo, sino la de la gente que prefirió no votar nada. Los analistas suelen festejar cuando el presentismo electoral supera los tres cuartos que el periodismo califica de asistencia masiva a las urnas. Pero eso omite dos cuestiones. La primera es que en la Argentina el voto es obligatorio y automático, es decir, sin trámite previo. Y, aun así, hay años en que la asistencia se acerca a la de países donde el sufragio es optativo. La segunda cuestión es que la participación de un mínimo porcentaje en más o en menos cambia sustancialmente la composición de los votos, como delató ese ensayo de primarias obligatorias. Que sin ser una cosa ni otra demostraron que no sirven como encuesta y pueden dejar al país al borde del abismo.
Desde 2003, el porcentaje del padrón electoral que no vota, o lo hace en blanco, o resulta impugnado, es mayor que el que sacaron los partidos. Fue un cuarto de los electores inscriptos en 2003 y en 2011, superando al partido que salió segundo. Y representó al 30% de los votantes inscriptos, tanto como sacó la primera fuerza en 2007. Los porcentajes del partido que salió primero cambian un tanto cuando se calcula sobre el total de personas en condiciones de votar. En 2011, el ganador obtuvo el 54% del 79% que fue a votar. Que es el 41% del total de los votantes que estaban en condiciones de hacerlo, guarismo que explicaría mejor los desequilibrios de la construcción de poder que ocurrieron después.
Las elecciones argentinas de 2019 repiten la regla global de que los resultados sorprenden ante los viejos pronósticos. Aquí desafiaron a quienes erróneamente leyeron las primarias como una gran encuesta a cargo de los ciudadanos y desmintieron a quienes se obstinan en encuestas que ya ni describen ni operan. En todo el mundo contradicen a quienes pretenden diagnosticar sociedades en constante mutación con instrumentos anacrónicos, imperfectos para anticipar la insolencia de gente que se atreve a votar ignorando los designios de la elite informada.
La novedad del domingo 27 es que un partido acostumbrado a gobernar con una mayoría de gente desentendida de las elecciones y una tercera minoría sin peso suficiente para ejercer el control ahora debe hacerlo con un tercio de la sociedad opositoramente activa, que además viene descubriendo desde 2012 la mística de las calles. Es también el fin de la hegemonía de la conversación de analistas que solo ven fotos analógicas, como esas que se revelaban varios días después de tomadas. Hoy la huella digital de la conversación en línea capta mejor la efímera imagen del humor social, que suele cambiar incluso antes de que sea percibido. Esa es la vorágine de estos tiempos que así como convierten las calles en un polvorín de indignación las llenan de banderas en celebración de la democracia.
Doctora en Ciencias Sociales; investigadora de medios y periodismo