El fatalismo, la razón y la guerra
Aun en la difícil situación es posible evitar la tentación autoritaria y optar por la salida democrática
La irrupción de lo desconocido es siempre terreno fértil para confirmar teorías fatalistas. En esta época de pandemia –la más horrible pesadilla que jamás imaginamos vivir– ha sido muy consultado por los medios el filósofo de origen coreano Byung-Chul Han. Tuve la oportunidad de leer varias de sus obras antes de que el diablo se presentara ante nosotros con nombre de ungüento homeopático. El Covid-19 catapultó a Han desde su lugar de notable académico de la posmodernidad a gurú del cambio social que está por llegar.
Estudioso de Foucault y de su teoría sobre la sociedad de la vigilancia, el cientista social nos venía advirtiendo que nuestra nueva cárcel –la tecnología– nos llevaría, más temprano que tarde, a desfilar como zombis ante un poder omnipresente que no requeriría presidios de hormigón, simplemente porque ya estábamos arrodillados frente a un altar compuesto de teléfonos celulares, computadoras y otros instrumentos cazabobos.
Desde su experiencia juvenil en un país oriental –del que emigró hacia Alemania, según su propia confesión, para poder desarrollarse en un clima más liberal– el filósofo nos advertía en La sociedad del cansancio, publicado en 2010, que el comienzo del siglo XXI no estaría marcado por la invasión de virus y bacterias, sino por las enfermedades neuronales. O sea que las nuevas plagas de los tiempos contemporáneos serían la depresión, los trastornos por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), el trastorno límite de la personalidad (TLP) o el síndrome de descarga ocupacional (SDO). "A pesar del manifiesto miedo a la pandemia, actualmente no vivimos en la época viral", sentenció en aquel momento. El cambio de paradigmas lo habrían producido –según el Han precoronavirus– la invención del antibiótico y el desarrollo de las técnicas inmunológicas.
Por supuesto –y no es reprochable porque las ciencias sociales no son exactas–, el coreano ha revisado ahora aspectos sustanciales de su teoría. Y es verdad que, salvo por la contundencia de aquellas aseveraciones previas, ambas catástrofes podrían coexistir: que la época viral no haya desaparecido no significa que no terminemos sometidos por la alienación producida por poderosos sistemas tecnológicos. Ahí está, para confirmarlo, el modelo chino con sus plagas expuestas, el ocultamiento sistémico, sus celdas virtuales en plena expansión y la enajenación de un capitalismo salvaje. El país de Mao es, en simultáneo, cuna de pandemias y campo de exterminio de las libertades individuales. Vigilancia, alienación, cárcel y castigo. Atraso y modernidad en un mismo y exclusivo paquete promocional. Un socialismo muy particular.
Mi intención no es, por cierto, discutir con un titán de la filosofía como Han, ya que, de hacerlo, me revolcaría en el lodo de mi propia ignorancia. Pero me atrevo sí a cuestionar –desde mi experiencia como exadicto a los dogmas– los determinismos de cualquier especie y color.
Alguna vez imaginé que el universo sería comunista. Y no me faltaban razones para suponerlo. Durante mi adolescencia y mi juventud, tres cuartas partes de los habitantes del mundo vivían en sistemas colectivistas. Las leyes del materialismo histórico parecían inapelables. Había indicios concretos para concluir que el mundo sería rojo.
Sin embargo, en 1989, una implosión tan inesperada como lo fue el coronavirus puso el planeta patas arriba y el gigante bolchevique se desvaneció sin gemir.
Con la desaparición del Paraíso en la tierra, nacieron nuevos pensamientos de hierro. Otros dogmas, pero en sentido contrario. ¿Quién se atrevería a probar el mismo brebaje que había intoxicado a centenares de millones de personas durante casi siete décadas?, concluyeron inmediatamente los gurúes del libre mercado. Lo que viene –¡ahora sí!– será el reino de la libertad, el capitalismo eterno. Es el fin de la Historia. Marx ha muerto. Dijeron.
Pero, a poco de subastarse los restos del Muro de Berlín, otros pastores de la religión de los ateos alumbraron en Venezuela el socialismo del siglo XXI; se partió en Nicaragua otro hierro caliente y volvió el tiranosaurio Daniel Ortega; Bolivia y Ecuador inauguraron una folclórica colectivización, rara mezcla de indigenismo, catolicismo y marxismo-leninismo. Y buena parte de los biempensantes europeos compraron estos exóticos productos como señal de un nuevo amanecer. Podemos. No nos han vencido.
¿Entonces?
Sucede que el desarrollo humano no es una autopista de mano única, con punto de salida y de llegada. La Historia puede repetirse; a veces como tragedia; otras, como farsa. O puede producir respingos –cuando irrumpe lo impredecible– y cambiar el sentido del viento. Ni el fatalismo ni el optimismo constituyen el surco del devenir.
Han nos advirtió que nuestro destino estaba marcado y que terminaríamos encerrados en una cárcel cómodamente amoblada por sofisticados aparatitos. Que marchábamos, narcotizados, hacia el matadero de la singularidad.
Es posible, como dijimos, que el filósofo haya tenido razón y que peste más prisión tecnológica nos esperen en la próxima estación de un viaje hacia lo sombrío. Sin embargo, así como un virus interrumpió bruscamente su diagnóstico sobre "la sociedad del cansancio", pueden surgir otros factores que modifiquen la traza. Incluso que el camino continúe, serpenteante, y debamos ser nosotros los que elijamos hacia dónde queremos marchar, amén de los antojos de la madre naturaleza. Hay sin dudas una parte del porvenir que se construye. El boleto no está picado de antemano. Los líderes y dirigentes tienen un lugar preponderante en la dirección que las sociedades decidan finalmente transitar. El francés Marcel Gauchet habla de "acontecimiento político" y no duda de que dentro de esa sublime categoría se encuentra la batalla contra la terrible pandemia que ha interrumpido el siglo XXI. Es esta, señala, una tarea propia de los genuinos representantes del pueblo. No estamos en guerra, enfatiza, sino ante la responsabilidad por excelencia de la democracia: garantizar la vida y el bienestar de las personas. Nada que ver con bombas, misiles, uniformes y bandos castrenses.
Por lo visto, Angela Merkel, coincide con esa postura, ya que aseguró que Alemania –el país en el que reside Han– saldría del infierno viral por el camino de la normalidad institucional. Lejos de los espíritus templarios, de los exégetas de la excepcionalidad –aquellos que consideran la democracia un artículo de lujo para usar en tiempos apacibles–, la canciller germana rechazó la tentación autoritaria, respetó la división de poderes y se comprometió a preservar las libertades y los derechos de sus representados. Es decir, utilizó las herramientas legítimas del sistema constitucional para movilizar a una ciudadanía que sabe muy bien, por su traumática experiencia, sobre brebajes que matan en lugar de curar. Y, hasta donde podemos evaluar hoy, su firme decisión fue también garantía de eficiencia para combatir los estragos del Covid-19.
A Merkel no se le ocurrió apretar jueces o domesticar a la Justicia en medio de la catástrofe. No puso al Parlamento en un limbo. Ni liberó a criminales y corruptos presos. Tampoco amenazó a empresarios ni complicó las relaciones con sus socios comerciales europeos.
Así le va.
Periodista. Miembro del Club Político Argentino