El difícil arte de establecer acuerdos en la política argentina
Pactar no solo exige concordar sobre algo y firmarlo, sino garantizar que, cuando pase el tiempo, lo pactado será cumplido
En la Argentina no hay rey ni reina ni primer ministro, tampoco un Parlamento con mayorías dinámicas habilitadas para suplantar a los gobernantes desgastados por gobernantes frescos. Lo que tenemos es un presidente con amplias atribuciones, mandatos anclados de cuatro años (antes seis) y un país difícil de gobernar. Esto último, por lo menos, es lo que reportan quienes pasan por la experiencia, en la mayoría de los casos trunca.
Uno prefiere no imaginarse entonces lo que sería si en vez de un presidente hubiera dos. Pero no dos consecutivos, qué gracia, dos simultáneos, de diferente color político. Suena ridículo, ¿no? ¿Acaso se le podría ocurrir a alguien semejante disparate y probarlo en un año con hiperinflación y amenaza de levantamientos militares?
Sí, a nuestros políticos. Se cumplen ahora treinta años del experimento. Que por supuesto fue un fiasco y dejó más secuelas que enseñanzas. En el convulsionado 1989 se pretendió que la Argentina superpusiera dos presidentes -uno llamado saliente, otro entrante- durante siete meses. Los dos partidos principales, el radicalismo y el peronismo, históricamente poco afectos a hacer pactos de carácter institucional, ese año convalidaron -por urgencias políticas concurrentes- la idea de adelantar para mayo las elecciones que correspondía celebrar en octubre. Lo normal es que un presidente electo antes de jurar solo esté en el "banco" alrededor de cinco semanas.
Adelantar elecciones es un hábito en países con sistema parlamentario porque abre la posibilidad de renovarle el respaldo al gobierno o de cambiarlo según sea el deseo popular, pero en los regímenes presidencialistas el adelanto se da de patadas con la rigidez de los mandatos, que no pueden ser acortados. Detalle que al parecer se les pasó a los diseñadores del cronograma 89. Planearon una transición sietemesina. Por cierto, embarazosa: debían cohabitar hasta el 10 de diciembre los dos presidentes, que resultaron ser Alfonsín y Menem , políticamente antagónicos, uno con poder legal, el otro con inconmensurable poder potencial: ¿210 días? Pasó lo que tenía que pasar. El gobierno cayó poco después de las elecciones. Hubo un desbarajuste dramático, confuso, al punto que Alfonsín anunció que "resignaba" la presidencia de tanto que le costó decir que renunciaba, lo que significaba no terminar. El dolor de un demócrata: la primera transmisión del mando entre gobiernos de distintos partidos desde 1916 estaba llamada a ser un hito histórico. Precipitada en un clima de disgregación, se arrugó y quedó contaminada por las frustraciones y las angustias colectivas.
Esta historia a menudo es contada de otra forma. Los radicales dicen que a Alfonsín le dieron un golpe los mercados, que Menem y su entorno precipitaron el derrumbe al anunciar un inminente "dólar recontraalto" e incluso que Menem se hizo el distraído mientras el coronel Seineldín y sus carapintadas fogoneaban el mal clima social. Los peronistas, en tanto, culpan exclusivamente a Alfonsín de su renuncia seis meses antes de concluir el mandato porque la economía, dicen, era su responsabilidad y se le había ido por completo de las manos. Menem por las dudas narraba los sucesos proclamando inocencia: "Me tiraron el gobierno encima", bufaba, pero se decía listo para asumir prematuramente.
Fuera culpa de unos, intención de otros o una incendiaria combinación de ineficiencias y vilezas, lo estándar es afirmar que la gobernabilidad se estropeó en 1989 debido a la emergencia política, social y económica. O, en resumen, por la hiperinflación. Un reduccionismo: si los actores políticos, como quedó demostrado, no tenían ninguna voluntad de coordinar estrategias ni sustraer del ring siquiera el problema militar, ¿cómo pensaron que podría sostenerse una transición ordenada durante siete meses? No pensaron. Suele soslayarse en el recuerdo el contexto superestructural. Se jugaba el partido del traspaso con un reglamento inaplicable. En ningún caso podía esperarse suficiente buena voluntad recíproca para tan larga travesía: parte del otoño, el invierno entero y la primavera hasta las puertas del verano.
¿Y si en vez de la fórmula Menem- Duhalde hubiese triunfado la de Angeloz-Casella (el resultado del 14 de mayo fue -en porcentajes redondos- 47 a 37 y Alsogaray se alzó con algo más del 6 por ciento) habría aguantado más tiempo la transición? Imposible saberlo, pero hay que recordar que en plena campaña Angeloz hizo "saltar" al ministro de Economía Juan Sourrouille, luego de lo cual los desajustes, tanto en el oficialismo radical como en la economía inflacionaria, se multiplicaron. Como ahora, la desconfianza estaba muy expandida. No era exclusiva de la polaridad oficialismo-oposición.
Treinta años después el Congreso discute hoy una ley destinada a fijarles reglas a las transiciones presidenciales, mientras la Casa Rosada se esmera por proponerles a los opositores un borrador de diez puntos destinado a garantizar una continuidad ordenada y cierta previsibilidad entre un mandato presidencial y el siguiente. La ley de la transición civilizada no se inspira en una lección profunda que hubiera dejado 1989, sino en algo más reciente y más tosco: el boicot a la última ceremonia de traspaso del poder por parte de quien la confundió con una rendición (rendición en el sentido de arrodillamiento, obvio que no de cuentas), según la parte sincera del flamante libro Sinceramente. Por cierto, debajo del desprecio institucional explícito de Cristina Kirchner , en 2015 hubo decenas de transferencias silenciosas de oficinas del Estado a Cambiemos efectivizadas con similar espíritu de guerra: por allí anda el tipo de malformación cívica que suponen que la profilaxis legislativa va a lograr prevenir.
Lo de los diez puntos, intento de pacto político con pronóstico reservado, no llega en los días ideales dado el nerviosismo electoral de la hora, pero, verdad de Perogrullo, tampoco fue posible hacerlo en otro momento. Es que pactar no solo exige ponerse de acuerdo sobre algo y firmarlo, sino garantizar que cuando pase el tiempo y la realidad se apersone con sus formas bastante menos geométricas que las previstas en el papel, lo pactado será cumplido. Para eso se requiere que el firmante represente a una institución estable, adjetivo que en general no aplica con facilidad a los individuos que en verdad conforman nuestra inhóspita institucionalidad política. Cuando menos la mitad de la política es de cuna movimientista: no hace falta mucho más que leer el diario para certificar en estos días que el Movimiento Peronista conlleva, efectivamente, movimiento. Rasgo que -Perón lo dijo con más gracia- impregna a todo el sistema político.
En otras palabras, con un sistema de partidos frágil como el que hay los pactos quedan restringidos a los líderes fuertes, también escasos. Felipe González, uno de los grandes artífices de la democracia española, contó en su reciente visita a Buenos Aires que lo tenía fatigado que los argentinos le pregunten siempre cómo habían hecho los Pactos de la Moncloa. Seguramente no se imagina el estadista español cómo nos fatiga a los argentinos preguntarnos todos los días por qué nuestros problemas son recurrentes y se empeñan en persistir sin reparar en el paso de las décadas.